Ideas Claras
DE INTERES PARA HOY sábado, 30 de julio de 2022
Indice:
El Papa en Canadá: “Pastorea el rebaño de Dios que te ha sido confiado”
El Señor sale a nuestro encuentro en el “camino del fracaso a la esperanza”
El Papa en Canadá: “El mensaje de unidad que el cielo envía a la tierra no teme las diferencias”
El Papa en Canadá: “Somos hijos de una historia que hay que custodiar”
SABER CALLAR, SABER HABLAR : Francisco Fernandez Carbajal
Evangelio del sábado: perderlo todo por el amor
“Voluntad, energía, ejemplo” : San Josemaria
Tema 3. La fe sobrenatural : Francisco Díaz
La belleza de la liturgia (3). El signo del “Pan partido” : José Martínez Colín.
Cinco sinrazones para no ir a Misa los domingos : Rafael Arce Gargollo
¿Te consideras inútil? Pues Dios te ha elegido a ti : Carlos Padilla Esteban
¿Quieres que tus hijos sean borregos o personas felices? : Blanca Mijares
¿Qué son los pecados sociales? : Gabriel Gonzáles Nares
«Desde que aborté, no sé qué me pasa» : eila Morataya Austin
Santiago Apóstol 2022 : Josefa Romo
“El fuego se apaga en invierno” : Jesús Domingo
Aborto, nuevamente. : José Luis Velayos
La empatía : Jesús Domingo Martínez
La sombra del antisemitismo : Pedro García
Cataluña-Vascongadas: “Todo se compra con dinero” : Antonio García Fuentes
El Papa en Canadá: “Pastorea el rebaño de Dios que te ha sido confiado”
Homilía del Santo Padre en la Catedral de Notre-Dame de Québec
© Vatican Media
Esta tarde, jueves, 28 de Julio de 2022, el Santo Padre Francisco, tras dejar el Arzobispado, se trasladò en coche a la Catedral de Notre-Dame de Quebec donde, a las 17.15 horas (23.15 hora de Roma), presidió la Celebración de las Vísperas con los Obispos, Sacerdotes, Consagrados, Seminaristas y Trabajadores Agentes de pastoral.
A su llegada, es recibido por el Arzobispo de Québec, Card. Gérald Cyprien Lacroix, y por el Presidente de la Conferencia Episcopal de Canadá, S.E. Mons. Raymond Poisson. Entonces, juntos llegan a la Cátedra mientras se interpreta una canción.
Tras un breve saludo del Presidente de la Conferencia Episcopal Canadiense, ha tenido lugar la celebración de las Vísperas. A continuación, el Papa pronunció su homilía.
Al final, el Arzobispo de Québec, Card. Gérald Cyprien Lacroix, acompañò al Papa Francisco ante la tumba de San Francisco de Laval, donde se detienen en oración silenciosa. También se exponen las reliquias de varios santos canadienses. A continuación, el Santo Padre regresò en coche al Arzobispado, donde cena en privado.
Publicamos a continuación la homilía que el Papa pronunció durante la Celebración de Vísperas:
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Homilía del Santo Padre
Queridos hermanos obispos, queridos sacerdotes y diáconos, consagradas, consagrados, seminaristas y agentes pastorales: ¡Buenas tardes!
Agradezco a Monseñor Poisson las palabras de bienvenida que me ha dirigido, los saludo a todos ustedes, especialmente a los que tuvieron que recorrer un camino largo para poder llegar, ¡las distancias en vuestro país son realmente enormes! Por eso, ¡gracias! Estoy contento de encontrarme con ustedes.
Es significativo que nos encontremos en la Basílica de Notre-Dame de Quebec, catedral de esta Iglesia particular, sede primada del Canadá, cuyo primer obispo, san François de Laval, abrió el Seminario en 1663 y durante todo su ministerio se dedicó a la formación de los sacerdotes. De los “ancianos”, es decir, de los presbíteros, nos habló la Lectura breve que hemos escuchado. San Pedro nos ha exhortado: «Apacienten el rebaño de Dios que les ha sido confiado; velen por él, no forzada, sino espontáneamente» (1 P 5,2). Mientras estamos aquí reunidos como Pueblo de Dios, recordemos que Jesús es el Pastor de nuestra vida, que cuida de nosotros porque nos ama verdaderamente. A nosotros, pastores de la Iglesia, se nos pide esa misma generosidad para apacentar el rebaño, para que pueda manifestarse la solicitud de Jesús por todos y su compasión por las heridas de cada uno.
Y precisamente porque somos signo de Cristo, el apóstol Pedro nos exhorta: apacienten el rebaño, guíenlo, no dejen que se pierda mientras ustedes se ocupan de los propios asuntos. Cuídenlo con dedicación y ternura. Y ―agrega― háganlo “espontáneamente”, no de manera forzada, no como un deber, no como religiosos asalariados o funcionarios de lo sagrado, sino con corazón de pastores, con entusiasmo. Si nosotros lo miramos a Él, Buen Pastor, antes que a nosotros mismos, descubriremos que estamos custodiados con ternura y sentiremos la cercanía de Dios. De aquí nace la alegría del ministerio y, antes aún, la alegría de la fe; no de ver lo que nosotros somos capaces de hacer, sino de saber que Dios está cerca, que nos amó primero y nos acompaña cada día.
Esta, hermanos y hermanas, es nuestra alegría; no es una alegría fácil, esa que a menudo nos propone el mundo, ilusionándonos con fuegos artificiales; esta alegría no está ligada a riquezas y seguridades; tampoco está ligada a la persuasión de que en la vida nos irá siempre bien, sin cruces ni problemas. La alegría cristiana, en cambio, está unida a una experiencia de paz que permanece en el corazón incluso cuando estamos rodeados de pruebas y aflicciones, porque sabemos que no estamos solos, sino acompañados de un Dios que no es indiferente a nuestra suerte. Así como cuando el mar está agitado, que en la superficie aparece turbulento y en la profundidad permanece sereno y tranquilo. Esta es la alegría cristiana: un don gratuito, la certeza de sabernos amados, sostenidos, abrazados por Cristo en cada situación de la vida. Porque es Él quien nos libera del egoísmo y del pecado, de la tristeza de la soledad, del vacío interior y del miedo, dándonos una mirada nueva de la vida, una mirada nueva de la historia: «Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 1).
Y entonces sí podemos preguntarnos: ¿cómo va nuestra alegría? ¿Cómo va mi alegría? Nuestra Iglesia, ¿expresa la alegría del Evangelio? En nuestras comunidades, ¿hay una fe que atrae por la alegría que comunica?
Si queremos afrontar estas cuestiones en su raíz, no podemos menos que reflexionar sobre aquello que, en la realidad de nuestro tiempo, hace peligrar la alegría de la fe y amenaza con oscurecerla, poniendo seriamente en crisis la experiencia cristiana. Pensamos entonces inmediatamente en la secularización, que desde hace tiempo ha transformado el estilo de vida de las mujeres y de los hombres de hoy, dejando a Dios casi en el trasfondo, como desaparecido del horizonte. Pareciera que su Palabra ya no es una brújula de orientación para la vida, para las opciones fundamentales, para las relaciones humanas y sociales. Pero debemos hacer rápidamente una aclaración: cuando observamos la cultura en la que estamos inmersos, sus lenguajes y sus símbolos, es necesario estar atentos a no quedar prisioneros del pesimismo y del resentimiento, dejándonos llevar por juicios negativos o nostalgias inútiles. Hay, en efecto, dos miradas posibles respecto al mundo en que vivimos: una la llamaría “mirada negativa” y la otra “mirada que discierne”.
La primera, la mirada negativa, nace con frecuencia de una fe que, sintiéndose atacada, se concibe como una especie de “armadura” para defenderse del mundo. Acusa la realidad con amargura, diciendo: “el mundo es malo, reina el pecado”, y así corre el peligro de revestirse de un “espíritu de cruzada”. Prestemos atención a esto, porque no es cristiano; de hecho, no es el modo de obrar de Dios, el cual ―nos recuerda el Evangelio― «amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna» (Jn 3,16). El Señor, que detesta la mundanidad, tiene una mirada buena sobre el mundo. Él bendice nuestra vida, dice bien de nosotros y de nuestra realidad, se encarna en las situaciones de la historia no para condenar, sino para hacer brotar la semilla del Reino precisamente ahí donde parecería que triunfan las tinieblas. Si nos detenemos en una mirada negativa, por el contrario, acabaremos por negar la encarnación porque, más que encarnarnos en la realidad, huiremos de ella. Nos cerraremos en nosotros mismos, lloraremos nuestras pérdidas, nos lamentaremos continuamente y caeremos en la tristeza y en el pesimismo: tristeza y pesimismo nunca vienen de Dios. En cambio, estamos llamados a tener una mirada semejante a la de Dios, que sabe distinguir el bien y se obstina en buscarlo, en verlo y en alimentarlo. No es una mirada ingenua, sino una mirada que discierne la realidad.
Para afinar nuestro discernimiento sobre el mundo secularizado, dejémonos inspirar por lo que escribió san Pablo VI, en la Evangelii nuntiandi, exhortación apostólica que todavía hoy tiene vigencia. Para él, la secularización es «un esfuerzo, en sí mismo justo y legítimo, no incompatible con la fe y la religión» (Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 55), para descubrir las leyes de la realidad y de la misma vida humana dadas por el Creador. Dios, en efecto, no nos quiere esclavos sino hijos, no quiere decidir en nuestro lugar ni oprimirnos con un poder sagrado en un mundo gobernado por leyes religiosas. No, Él nos ha creado libres y nos pide que seamos personas adultas, personas responsables en la vida y en la sociedad. Otra cosa ―distinguía San Pablo VI― es el secularismo, una concepción de vida que separa totalmente del vínculo con el Creador, de modo que se vuelve «superfluo y hasta un obstáculo» y se generan «nuevas formas de ateísmo» sutiles y variadas: «una civilización del consumo, el hedonismo erigido en valor supremo, una voluntad de poder y de dominio, de discriminaciones de todo género» (iibíd.). A nosotros como Iglesia, sobre todo como pastores del Pueblo de Dios, como pastores, como consagradas, como consagrados, diáconos, seminaristas, como agentes de pastoral, a todos nosotros nos toca saber hacer estas distinciones, discernir. Si cedemos a la mirada negativa y juzgamos de modo superficial, corremos el riesgo de transmitir un mensaje equivocado, como si detrás de la crítica sobre la secularización estuviera, por parte nuestra, la nostalgia de un mundo sacralizado, de una sociedad de otros tiempos en la que la Iglesia y sus ministros tenían más poder y relevancia social. Y esta es una perspectiva equivocada.
En cambio, como advierte un gran estudioso de estos temas, el problema de la secularización, para nosotros cristianos, no debe ser la menor relevancia social de la Iglesia o la pérdida de riquezas materiales y privilegios; más bien, esta nos pide que reflexionemos sobre los cambios de la sociedad, que han influido en el modo en el que las personas piensan y organizan la vida. Si nos detenemos en este aspecto, nos damos cuenta de que no es la fe la que está en crisis, sino ciertas formas y modos con los que anunciamos. Por eso, la secularización es un desafío a nuestra imaginación pastoral, es «la oportunidad para recomponer la vida espiritual en nuevas formas y también para nuevas maneras de existir» (C. Taylor, A Secular Age, Cambridge 2007, 437). De este modo, mientras la mirada que discierne nos hace ver las dificultades que tenemos en transmitir la alegría de la fe, a la vez nos estimula a volver a encontrar una nueva pasión por la evangelización, a buscar nuevos lenguajes, a cambiar algunas prioridades pastorales e ir a lo esencial.
Queridos hermanos y hermanas, necesitamos anunciar el Evangelio para dar a los hombres y a las mujeres de hoy la alegría de la fe. Pero este anuncio no se hace principalmente con palabras, sino por medio de un testimonio rebosante de amor gratuito, tal como Dios hace con nosotros. Es un anuncio que pide encarnarse en un estilo de vida personal y eclesial que pueda reavivar el deseo del Señor, infundir esperanza, transmitir confianza y credibilidad. Y sobre esto me permito, en espíritu fraterno, proponerles tres desafíos que ustedes podrán llevar adelante en la oración y en el servicio pastoral.
El primero de los desafíos: dar a conocer a Jesús. En los desiertos espirituales de nuestro tiempo, generados por el secularismo y la indiferencia, es necesario volver al primer anuncio. Lo repito: es necesario volver al primer anuncio. No podemos presumir de comunicar la alegría de la fe presentando aspectos secundarios a quienes todavía no han abrazado al Señor en sus vidas, o bien sólo repitiendo ciertas prácticas, o reproduciendo formas pastorales del pasado. Es necesario encontrar nuevos caminos para anunciar el corazón del Evangelio a cuantos todavía no han encontrado a Cristo. Y esto presupone una creatividad pastoral para llegar a las personas allá donde viven, no esperando que vengan, allá donde viven, descubriendo ocasiones de escucha, de diálogo y de encuentro. Es necesario volver a lo esencial, es necesario volver al entusiasmo de los Hechos de los Apóstoles, a la belleza de sentirnos instrumentos de la fecundidad del Espíritu hoy. Es necesario volver a Galilea, es la cita de Jesús Resucitado, que vayan a Galilea, para, permítaseme la palabra, recomenzar después del fracaso. Volver a Galilea. Cada uno de nosotros tiene su propia Galilea, la del primer anuncio. Recuperar esa memoria.
Pero para anunciar el Evangelio también es necesario ser creíbles. Y este es el segundo desafío: el testimonio. El Evangelio se anuncia de modo eficaz cuando la vida es la que habla, la que revela esa libertad que hace libres a los demás, esa compasión que no pide nada a cambio, esa misericordia que habla de Cristo sin palabras. La Iglesia en Canadá, después de haber sido herida y desolada por el mal que perpetraron algunos de sus hijos, ha comenzado un nuevo camino. Pienso en particular en los abusos sexuales cometidos contra menores y personas vulnerables, crímenes que requieren acciones fuertes y una lucha irreversible. Yo quisiera, junto con ustedes, pedir nuevamente perdón a todas las víctimas. El dolor y la vergüenza que experimentamos debe ser ocasión de conversión, ¡nunca más! Y, pensando en el camino de sanación y reconciliación con los hermanos y las hermanas indígenas, que la comunidad cristiana no se deje contaminar nunca más por la idea de que existe una cultura superior a otras y que es legítimo usar medios de coacción contra los demás. Recuperemos el ardor misionero de vuestro primer obispo, san François de Laval, que se enfrentó contra todos los que degradaban a los indígenas induciéndolos a consumir bebidas para engañarlos. No permitamos que ninguna ideología enajene y confunda los estilos y las formas de vida de nuestros pueblos para intentar doblegarlos y dominarlos. Que los nuevos progresos de la humanidad sean asimilables en su identidad cultural con las claves de la cultura.
Pero para acabar con esta cultura de la exclusión es necesario que empecemos nosotros: los pastores, que no se sientan superiores a los hermanos y a las hermanas del Pueblo de Dios; que los consagrados vivan la fraternidad y la libertad de la obediencia en comunidad; los seminaristas que se dispongan a ser servidores dóciles y disponibles y los agentes pastorales no conciban su servicio como poder. Se empieza desde aquí. Ustedes son los protagonistas y los constructores de una Iglesia diferente: humilde, afable, misericordiosa, una Iglesia que acompaña los procesos, que trabaja decidida y serenamente en la inculturación, que valora a cada uno y a cada diversidad cultural y religiosa. ¡Demos este testimonio!
Por último, el tercer desafío, la fraternidad. Primero, dar a conocer a Jesús; segundo, el testimonio; tercero, la fraternidad. La Iglesia será testigo creíble del Evangelio cuando sus miembros vivan más la comunión, creando ocasiones y espacios para que quienes se acerquen a la fe encuentren una comunidad acogedora, que sabe escuchar, que sabe entrar en diálogo, que promueve un buen nivel de relaciones. Así decía vuestro santo obispo a los misioneros: «A menudo una palabra amarga, una falta de paciencia, un rostro que rechaza destruirán en un momento lo que se había construido en mucho tiempo» (Instrucciones a los misioneros, 1668).
Se trata de vivir una comunidad cristiana que se convierte de este modo en escuela de humanidad, donde aprender a quererse como hermanos y hermanas, dispuestos a trabajar juntos por el bien común. De hecho, en el centro del anuncio evangélico está el amor de Dios, que transforma y hace capaces de comunión con todos y de servicio hacia todos. Un teólogo de esta tierra escribió: «El amor que Dios nos da desborda en un amor […] que es el que impulsa al buen samaritano a detenerse y hacerse cargo del viajero asaltado por los ladrones. Es un amor que no tiene fronteras, que busca el reino de Dios […] que es universal» (B. Lonergan, “The Future of Christianity”, en A Second Collection: Papers by Bernard F.J. Lonergan S.J., Londres 1974, 154). La Iglesia está llamada a encarnar este amor sin fronteras para construir el sueño que Dios tiene para la humanidad: que todos seamos hermanos. Preguntémonos, ¿cómo va la fraternidad entre nosotros? Los obispos entre ellos y con los sacerdotes, los sacerdotes entre ellos y con el Pueblo de Dios, ¿somos hermanos o rivales divididos en partidos? Y, ¿cómo están nuestras relaciones con los que no son “de los nuestros”, con los que no creen, con los que tienen tradiciones y costumbres diferentes? Este es el camino: promover relaciones de fraternidad con todos, con los hermanos y las hermanas indígenas, con cada hermana y hermano que encontramos, porque en el rostro de cada uno se refleja la presencia de Dios.
Estos son, queridos hermanos y hermanas, solamente algunos desafíos. No olvidemos que sólo podemos llevarlos adelante con la fuerza del Espíritu, que siempre debemos invocar en la oración. Pero no dejemos entrar en nosotros el espíritu del secularismo, pensando que podemos crear proyectos que funcionan por sí mismos y sólo con las fuerzas humanas, sin Dios. Es una idolatría esta, la idolatría de los proyectos sin Dios. Y, por favor, no nos encerremos en el “retroceso”, ¡sigamos adelante con alegría!
Pongamos en práctica estas palabras que dirigimos a san François de Laval:
Tú fuiste el hombre del compartir,
visitando a los enfermos, vistiendo a los pobres,
combatiendo por la dignidad de los pueblos originarios,
sosteniendo a los misioneros cansados,
siempre pronto a tender la mano a los que estaban peor que tú.
Cuántas veces tus proyectos fueron destrozados,
pero siempre, tú los pusiste de nuevo en pie.
Tú habías entendido que la obra de Dios no es de piedra,
y que, en esta tierra de desánimo,
era necesario un constructor de esperanza.
Les agradezco todo lo que hacen, los bendigo de corazón. Y, por favor, sigan rezando por mí.
© Librería Editora Vaticana
El Señor sale a nuestro encuentro en el “camino del fracaso a la esperanza”
Homilía del Santo Padre en Quebec, Canadá
Misa en la basílica de Santa Ana de Beaupré, Quebec, Canada © Vatican Media
El Papa Francisco ha recordado que el Señor sale a nuestro encuentro en los momentos de decepción para acompañarnos en el “camino del fracaso a la esperanza”.
El Santo Padre ha presidido la Santa Misa en la mañana de este jueves 28 de julio en la basílica de Santa Ana de Beaupré, en Quebec, Canadá. Este templo, declarado santuario nacional, situado a orillas del río San Lorenzo, constituye el lugar más antiguo de peregrinación de América del Norte y recibe cada año cerca de 1 millón de visitantes.
En su homilía, Francisco comentó el pasaje del viaje de los discípulos de Emaús, al final del Evangelio de san Lucas, que “es una imagen de nuestro camino personal y del camino de la Iglesia”.
“En el curso de la vida —y de la vida de fe—“, señala el Papa, “mientras llevamos adelante los sueños, los proyectos, las ilusiones y las esperanzas que viven en nuestro corazón, enfrentamos también nuestras fragilidades y debilidades, experimentamos derrotas y desilusiones, y tantas veces quedamos bloqueados por un sentimiento de fracaso que nos paraliza”.
No obstante, continúa, “el Evangelio nos anuncia que, precisamente en ese momento, no estamos solos, el Señor sale a nuestro encuentro, se pone a nuestro lado, recorre nuestro mismo camino con la discreción de un transeúnte amable que nos quiere abrir los ojos y hacer arder nuestro corazón”.
De este modo, “cuando las decepciones dejan espacio al encuentro con el Señor, la vida vuelve a nacer a la esperanza y podemos reconciliarnos, con nosotros mismos, con los hermanos y con Dios”.
A continuación, sigue el texto completo de la homilía del Santo Padre.
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Homilía del Santo Padre
El viaje de los discípulos de Emaús, al final del Evangelio de san Lucas, es una imagen de nuestro camino personal y del camino de la Iglesia. En el curso de la vida —y de la vida de fe—, mientras llevamos adelante los sueños, los proyectos, las ilusiones y las esperanzas que viven en nuestro corazón, enfrentamos también nuestras fragilidades y debilidades, experimentamos derrotas y desilusiones, y tantas veces quedamos bloqueados por un sentimiento de fracaso que nos paraliza. Pero el Evangelio nos anuncia que, precisamente en ese momento, no estamos solos, el Señor sale a nuestro encuentro, se pone a nuestro lado, recorre nuestro mismo camino con la discreción de un transeúnte amable que nos quiere abrir los ojos y hacer arder nuestro corazón. Así, cuando las decepciones dejan espacio al encuentro con el Señor, la vida vuelve a nacer a la esperanza y podemos reconciliarnos, con nosotros mismos, con los hermanos y con Dios.
Sigamos entonces el itinerario de este camino que podemos titular: del fracaso a la esperanza.
En primer lugar, está el sentimiento de fracaso, que anida en el corazón de estos dos discípulos después de la muerte de Jesús. Habían perseguido un sueño con entusiasmo. En Jesús habían puesto todas sus esperanzas y sus deseos. Ahora, después de la escandalosa muerte en la cruz, le dan la espalda a Jerusalén para volver a casa, a la vida de antes. El suyo es un viaje de regreso, como queriendo olvidar aquella experiencia que ha llenado de amargura sus corazones, aquel Mesías condenado a muerte como un delincuente en la cruz. Vuelven a casa abatidos, «con el semblante triste” (Lc 24,17). Las expectativas que se habían creado quedaron en nada, las esperanzas en las que creyeron se desmoronaron, los sueños que habrían querido realizar dejaron paso a la desilusión y a la amargura.
Esta experiencia que atañe también a nuestra vida y, del mismo modo, al camino espiritual, en todas las ocasiones en las que nos vemos obligados a redimensionar nuestras expectativas y aprender a convivir con la ambigüedad de la realidad, con las sombras de la vida y con nuestras debilidades. Es algo que nos sucede cada vez que nuestros ideales afrontan las decepciones de la vida y nuestros planes caen en el olvido por culpa de nuestras fragilidades; cuando empezamos proyectos de bien pero no tenemos capacidad de llevarlos a cabo (cf. Rm 7,18); cuando en las actividades que nos ocupan o en nuestras relaciones experimentamos —antes o después— una derrota, un error, un revés, una caída. Esto sucede mientras vemos derrumbarse aquello en lo que creímos o con lo que nos comprometimos y también cuando nos sentimos bajo el peso de nuestro pecado y del sentimiento de culpa.
Y esto es lo que les sucedió a Adán y Eva como oímos en la primera Lectura, su pecado no sólo los alejó de Dios, sino que los distanció el uno del otro. No hacían más que acusarse mutuamente. Y lo vemos también en los discípulos de Emaús, cuyo malestar por haber visto derrumbarse el proyecto de Jesús sólo les dejaba espacio para una discusión estéril. Lo mismo se puede verificar en la vida de la Iglesia: esa comunidad de los discípulos del Señor que representan los dos de Emaús. A pesar de ser la comunidad del Resucitado, podemos encontrarla vagando perdida y desilusionada ante el escándalo del mal y de la violencia del Calvario. No le queda entonces otra opción que tomar en mano el sentimiento de fracaso y preguntarse: ¿qué ha pasado?, ¿por qué ha sucedido?, ¿cómo ha podido ocurrir?
Hermanos y hermanas, son preguntas que cada uno de nosotros se hace a sí mismo; y son también cuestiones candentes que resuenan en el corazón de la Iglesia que peregrina en Canadá, en este arduo camino de sanación y reconciliación que está realizando. También nosotros, ante el escándalo del mal y ante el Cuerpo de Cristo herido en la carne de nuestros hermanos indígenas, nos hemos sumergido en la amargura y sentimos el peso de la caída. Permítanme que me una espiritualmente a la multitud de peregrinos que suben la “Scala Santa”, que evoca la subida de Jesús al pretorio de Pilatos, y acompañarlos como Iglesia en estas preguntas que nacen del corazón lleno de dolor: ¿Por qué sucedió todo esto? ¿Cómo pudo ocurrir algo así en la comunidad de los seguidores de Jesús?
En este punto, debemos estar atentos a la tentación de la huida, que está presente en los dos discípulos del Evangelio. Huir, deshacer el camino, escapar del lugar donde ocurrieron los hechos, intentar que desaparezcan, buscar un “lugar tranquilo” como Emaús con tal de olvidarlos. No hay nada peor, ante los reveses de la vida, que huir para no afrontarlos. Es una tentación del enemigo, que amenaza nuestro camino espiritual y el camino de la Iglesia; nos quiere hacer creer que la derrota es definitiva, quiere paralizarnos con la amargura y la tristeza, convencernos de que no hay nada que hacer y que por tanto no merece la pena encontrar un camino para volver a empezar.
Sin embargo, el Evangelio nos revela que, precisamente en las situaciones de desengaño y de dolor, justamente cuando experimentamos atónitos la violencia del mal y la vergüenza de la culpa, cuando el río de nuestra vida se seca a causa del pecado y del fracaso, cuando desnudos de todo nos parece que ya no nos queda nada, precisamente allí es cuando el Señor sale a nuestro encuentro y camina con nosotros. En el camino de Emaús, Él se acerca con discreción para acompañar y compartir con esos discípulos entristecidos sus pasos resignados. Y, ¿qué hace? No ofrece palabras genéricas de aliento o de circunstancia, ni tampoco consolaciones fáciles, sino que, desvelando en las Sagradas Escrituras el misterio de su muerte y su resurrección, ilumina la historia y los acontecimientos que han vivido. De ese modo, abre los ojos de ellos para ver las cosas con una nueva mirada. También nosotros que compartimos la Eucaristía en esta Basílica podemos releer muchos acontecimientos de la historia. En este mismo lugar hubo ya tres templos, pero también hubo personas que no se echaron atrás ante las dificultades, y fueron capaces de volver a soñar a pesar de sus errores y los de los demás. Así, cuando hace cien años un incendio devastó el santuario, ellos no se dejaron vencer, construyendo este templo con valor y creatividad. Y todos los que comparten la Eucaristía desde las cercanas Llanuras de Abraham, también pueden percibir el ánimo de aquellos que no se dejaron secuestrar por el odio de la guerra, de la destrucción y del dolor, sino que supieron proyectar de nuevo una ciudad y un país.
Finalmente, ante los discípulos de Emaús, Jesús parte el pan, abriéndoles los ojos y mostrándose una vez más como Dios de amor que ofrece la vida por sus amigos. De este modo, los ayuda a retomar el camino con alegría, a recomenzar, a pasar del fracaso a la esperanza. Hermanos y hermanas, el Señor quiere también hacer lo mismo con cada uno de nosotros y con su Iglesia. ¿Cómo pueden abrirse de nuevo nuestros ojos?, ¿cómo puede nuestro corazón inflamarse por el Evangelio una vez más? ¿Qué hacer mientras nos afligimos por las distintas pruebas espirituales y materiales, mientras buscamos el camino hacia una sociedad más justa y fraterna, mientras deseamos recuperarnos de nuestras decepciones y cansancios, mientras esperamos sanarnos de las heridas del pasado y reconciliarnos con Dios y entre nosotros?
Sólo hay un camino, una sola vía, es la vía de Jesús, ese camino que es Jesús mismo (cf. Jn 14,6). Creamos que Jesús se une a nuestro camino y dejémosle que nos alcance, dejemos que sea su Palabra la que interprete la historia que vivimos como individuos y como comunidad, y la que nos indique el camino para sanar y para reconciliarnos. Partamos con fe el Pan eucarístico, porque alrededor de la mesa podemos redescubrirnos hijos amados del Padre, llamados a ser todos hermanos. Jesús, partiendo el Pan, confirma el testimonio de las mujeres, a las que los discípulos no habían dado crédito, que ¡ha resucitado! En esta Basílica, donde recordamos a la madre de la Virgen María, y en la que se encuentra también la cripta dedicada a la Inmaculada Concepción, tenemos que resaltar el papel que Dios ha querido dar a la mujer en su plan de salvación. Santa Ana, la Santísima Virgen María, las mujeres de la mañana de Pascua nos indican un nuevo camino de reconciliación, la ternura materna de tantas mujeres nos puede acompañar —como Iglesia— hacia tiempos nuevamente fecundos, en los que dejemos atrás tanta esterilidad y tanta muerte, y colocar en el centro a Jesús, el Crucificado Resucitado.
De hecho, en el centro de nuestras preguntas, de los trabajos que llevamos dentro, de la misma vida pastoral, no podemos ponernos a nosotros mismos y nuestras frustraciones, debemos ponerlo a Él, al Señor Jesús. En el corazón de cada cosa pongamos su Palabra, que ilumina los eventos y nos restituye ojos para ver la presencia eficaz del amor de Dios y la posibilidad del bien incluso en las situaciones aparentemente perdidas. Pongamos, igualmente, el Pan de la Eucaristía, que Jesús parte todavía para nosotros hoy, para compartir su vida con la nuestra, abrazar nuestras debilidades, sostener nuestros pasos cansados y sanar nuestro corazón. Y, reconciliados con Dios, con los otros y con nosotros mismos, podremos también ser instrumentos de reconciliación y de paz en la sociedad en la que vivimos.
Señor Jesús, nuestro camino, nuestra fuerza y consolación, nos dirigimos a ti como los discípulos de Emaús: “Quédate con nosotros, porque ya es tarde” (Lc 24,29). Quédate con nosotros, Señor, cuando declina la esperanza y cae la noche oscura de la decepción. Quédate con nosotros porque contigo, Jesús, nuestro camino toma una nueva dirección y desde los callejones sin salida de la desconfianza renace el asombro de la alegría. Quédate con nosotros, Señor, porque contigo la noche del dolor se cambia en alba radiante de vida. Simplemente decimos: quédate con nosotros, Señor, porque si Tú caminas a nuestro lado el fracaso se abre a la esperanza de una vida nueva. Amén.
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El Papa en Canadá: “El mensaje de unidad que el cielo envía a la tierra no teme las diferencias”
Homilía del Papa en el Lago de Santa Ana (Edmonton, Canadá)
© Vatican Media
En el marco de su viaje apostólico a Canadá, el Papa Francisco ha presidido en la tarde del 26 de julio de 2022, fiesta de san Joaquín y santa Ana, la Liturgia de la Palabra. El acto se ha celebrado en torno a las 17 horas (las 1 en Roma) en el Lac Ste. Anne, en el centro-norte de Alberta.
Situado a unos 72 km al oeste de Edmonton, este lago -declarado sitio histórico nacional por el gobierno canadiense en 2004- es conocido como lugar de curación para los indígenas. Sus aguas son desde hace siglos destino de las peregrinaciones de los pueblos originarios de Canadá que se bañan allí para invocar la curación a santa Ana, la abuela de Jesús.
Aquí el Pontífice ha querido también implorar la curación de Dios: “Hermanos, hermanas, todos nosotros necesitamos de la sanación de Jesús, médico de las almas y de los cuerpos. Señor, como la gente a la orilla del mar de Galilea no tenía miedo de clamar por sus necesidades, también nosotros, Señor, esta tarde acudimos a ti, con el dolor que llevamos dentro”.
Después de ser recibido por el párroco y fieles, el Santo Padre ha visitado el lago y, tras las lecturas, el salmo y el anuncio del Evangelio, el Papa ha pronunciado la homilía. Para acabar el acto, ha habido la oración de los fieles, se ha rezado el Padre Nuestro y, tras la Bendición Final, el Santo Padre ha vuelto al seminario de Saint Joseph.
Durante su homilía, el Papa ha querido reivindicar la importancia de la sanación, tanto individual como colectiva. Francisco ha exhortado que “si queremos cuidar y sanar la vida de nuestras comunidades, no podemos comenzar sino desde los pobres, desde los marginados”. Del mismo modo, también ha asegurado que, a través del bien que se haga por los demás, se descubrirán “ríos de agua viva”, y “el tesoro único y valioso que es él mismo”.
A continuación publicamos la homilía que el Papa pronunció durante la Liturgia de la palabra.
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Homilía del Santo Padre
Queridos hermanos y hermanas,
Es hermoso para mí estar aquí, peregrino con ustedes y en medio de ustedes. En estos días, hoy especialmente, me ha llamado la atención el sonido de los tambores que me han acompañado allí donde he ido. Este latido de los tambores me parecía el eco del latido de muchos corazones. Los corazones que, durante siglos, han vibrado en estas aguas; los corazones de tantos peregrinos que juntos han marcado el paso para alcanzar este “lago de Dios”. Aquí se puede captar el latido coral de un pueblo peregrino, de generaciones que se han puesto en camino hacia el Señor para experimentar su obra de sanación. ¡Cuántos corazones llegaron aquí anhelantes y fatigados, lastrados por las cargas de la vida, y junto a estas aguas encontraron la consolación y la fuerza para seguir adelante! Pero aquí, sumergidos en la creación, hay otro latido que podemos escuchar, el latido materno de la tierra.
Y así como el latido de los niños, desde el seno materno, está en armonía con el de sus madres, del mismo modo para crecer como seres humanos necesitamos acompasar los ritmos de la vida con los de la creación que nos da la vida. Así pues, vayamos de nuevo a nuestras fuentes de vida: a Dios, a los padres y, en el día y en la casa de santa Ana, a los abuelos, que saludo con gran afecto.
Transportados por estos latidos vitales, estamos ahora aquí, en silencio, contemplando las aguas de este lago. Eso nos ayuda a volver también a las fuentes de la fe. Nos permite peregrinar idealmente hasta los lugares santos. Imaginar a Jesús, que desarrolló gran parte de su ministerio precisamente a la orilla de un lago, el Lago de Galilea. Allí escogió y llamó a los Apóstoles, proclamó las Bienaventuranzas, narró la mayor parte de las parábolas, realizó signos y curaciones. Por otro lado, aquel lago constituía el corazón de la «Galilea de las naciones» (Mt 4,15), una zona periférica, de comercio, donde confluían distintas poblaciones, coloreando la región de tradiciones y cultos dispares. Se trataba del lugar más distante, geográfica y culturalmente, de la pureza religiosa, que se concentraba en Jerusalén, junto al templo. Podemos, pues, imaginar aquel lago, llamado mar de Galilea, como una concentración de diferencias. En sus orillas se encontraban pescadores y publicanos, centuriones y esclavos, fariseos y pobres, hombres y mujeres de las más variadas proveniencias y extracciones sociales. Allí, precisamente allí, Jesús predicó el Reino de Dios. No a gente religiosa seleccionada, sino a pueblos distintos que, como hoy, acudían de varias partes, acogiendo a todos y en un teatro natural como este. Dios eligió ese contexto poliédrico y heterogéneo para anunciar al mundo algo revolucionario: “pongan la otra mejilla, amen a los enemigos, vivan como hermanos para ser hijos de Dios, Padre que hace salir el sol sobre buenos y malos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos” (cf. Mt 5,38-48). De ese modo, precisamente aquel lago, “mestizado de diversidad”, fue la sede de un inaudito anuncio de fraternidad, de una revolución sin muertos ni heridos, la del amor. Y aquí, en las orillas de este lago, el sonido de los tambores que atraviesa los siglos y une gentes distintas, nos lleva a aquel entonces. Nos recuerda que la fraternidad es verdadera si une a los que están distanciados, que el mensaje de unidad que el cielo envía a la tierra no teme las diferencias y nos invita a la comunión, a volver a comenzar juntos, porque todos somos peregrinos en camino.
Hermanos, hermanas, peregrinos de estas aguas, ¿qué podemos tomar de ellas? La Palabra de Dios nos ayuda a descubrirlo. El profeta Ezequiel ha repetido por dos veces que las aguas que surgen del templo, para el pueblo de Dios, “dan la vida” y “sanan” (cf. Ez 47,8-9).
Dan la vida. Pienso en las abuelas que están aquí con nosotros. Queridas abuelas, sus corazones son fuentes de las que surge el agua viva de la fe, con la que han apagado la sed de hijos y nietos. Me admira el papel vital de la mujer en las comunidades indígenas. Ocupan un puesto de mucho relieve en cuanto fuentes benditas de vida, no sólo física sino también espiritual. Y, pensando en sus kokum, pienso en mi abuela. De ella recibí el primer anuncio de la fe y aprendí que el Evangelio se transmite así, a través de la ternura del cuidado y la sabiduría de la vida. La fe raramente nace leyendo un libro nosotros solos en el salón, sino que se difunde en un clima familiar, se transmite en la lengua de las madres, con el dulce canto dialectal de las abuelas. Me alegra ver aquí a tantos abuelos y bisabuelos. Se los agradezco, y quisiera decir a cuantos tienen ancianos en casa, en la familia, ¡tienen un tesoro! Custodian entre sus muros una fuente de vida, háganse cargo de ellos como de la herencia más valiosa para amar y custodiar.
La importancia de la sanación
El profeta decía que las aguas, además de dar vida, sanan. Este aspecto nos traslada a las orillas del lago de Galilea, donde Jesús «sanó a muchos enfermos que sufrían de diversos males» (Mc 1,34). Allí, «al ponerse el sol, le llevaban todos los enfermos» (v. 32). Esta tarde imaginémonos alrededor del lago con Jesús, mientras Él se acerca, se inclina y con paciencia, compasión y ternura, cura tantos enfermos en el cuerpo y en el espíritu: endemoniados, leprosos, paralíticos, ciegos, pero también personas afligidas, descorazonadas, perdidas y heridas. Jesús ha venido y viene todavía a hacerse cargo de nosotros, a consolar y sanar nuestra humanidad sola y agotada. A todos, también a nosotros, dirige la misma invitación: «Vengan a mí todos los cansados y abrumados por cargas, y yo los haré descansar» (Mt 11,28). O, como en el texto que hemos escuchado esta tarde: «El que tenga sed que venga a mí y beba» (Jn 7,37).
Hermanos, hermanas, todos nosotros necesitamos de la sanación de Jesús, médico de las almas y de los cuerpos. Señor, como la gente a la orilla del mar de Galilea no tenía miedo de clamar por sus necesidades, también nosotros esta tarde acudimos a ti, con el dolor que llevamos dentro. Te traemos nuestra aridez y nuestras dificultades, los traumas de la violencia padecida por nuestros hermanos y hermanas indígenas. En este lugar bendito, donde reinan la armonía y la paz, te presentamos las disonancias de nuestra historia, los terribles efectos de la colonización, el dolor imborrable de tantas familias, abuelos y niños. Ayúdanos a sanar nuestras heridas. Sabemos que esto requiere esfuerzo, cuidado y hechos concretos de nuestra parte. Pero sabemos también que solos no lo podemos hacer. Nos confiamos a Ti y a la intercesión de tu madre y de tu abuela.
Sí, porque las madres y las abuelas ayudan a sanar las heridas del corazón. Durante el drama de la conquista, fue Nuestra Señora de Guadalupe la que transmitió la recta fe a los indígenas, hablando su lengua y vistiendo sus trajes, sin violencia y sin imposiciones. Y, poco después, con la llegada de la imprenta, se publicaron las primeras gramáticas y catecismos en lenguas indígenas. ¡Cuánto bien han hecho en este sentido los misioneros auténticamente evangelizadores para preservar en muchas partes del mundo las lenguas y las culturas autóctonas! En Canadá, esta “inculturación materna” que se realizó por obra de santa Ana, unió la belleza de las tradiciones indígenas y de la fe, y las plasmó con la sabiduría de una abuela, que es dos veces mamá. También la Iglesia es mujer, es madre. De hecho, nunca hubo un momento en su historia en que la fe no haya sido transmitida, en lengua materna, por las madres y por las abuelas. Parte de la herencia dolorosa que estamos afrontando nace de haber impedido a las abuelas indígenas transmitir la fe en su lengua y en su cultura.
Esta pérdida es ciertamente una tragedia, pero vuestra presencia aquí es un testimonio de resiliencia y de reinicio, de peregrinaje hacia la sanación, de apertura del corazón a Dios que sana nuestro ser comunidad. Hoy todos nosotros, como Iglesia, necesitamos sanación, ser sanados de la tentación de encerrarnos en nosotros mismos, de elegir la defensa de la institución antes que la búsqueda de la verdad, de preferir el poder mundano al servicio evangélico. Ayudémonos, queridos hermanos y hermanas, a contribuir para edificar con el auxilio de Dios una Iglesia madre como Él quiere: capaz de abrazar a cada hijo e hija; abierta a todos y que hable a cada uno; que no vaya contra nadie, sino al encuentro de todos.
Las multitudes del lago de Galilea que se agolpaban entorno a Jesús se componían principalmente de gente común, gente sencilla que le llevaba sus propias necesidades y sus propias heridas. De la misma forma, si queremos cuidar y sanar la vida de nuestras comunidades, no podemos comenzar sino desde los pobres, desde los marginados. Con demasiada frecuencia nos dejamos guiar por los intereses de unos pocos que están bien; es necesario mirar más a las periferias y ponerse a la escucha del grito de los últimos, saber acoger el dolor de los que, muchas veces en silencio, en nuestras ciudades masificadas y despersonalizadas, gritan: “No nos dejen solos”. Es el grito de los ancianos que corren el peligro de morir solos en casa o abandonados en una estructura, o de los enfermos incómodos a los que, en vez de afecto, se les suministra la muerte. Es el grito sofocado de los muchachos y muchachas más cuestionados que escuchados, los cuales delegan su libertad a un teléfono móvil, mientras en las mismas calles otros coetáneos suyos vagan perdidos, anestesiados por alguna diversión, cautivos de adicciones que los vuelven tristes e insatisfechos, incapaces de creer en sí mismos, de amar aquello que son y la belleza de la vida que tienen. No nos dejen solos es el grito de quien quisiera un mundo mejor, pero que no sabe por dónde comenzar.
Jesús, que nos sana y consuela con el agua viva de su Espíritu, esta tarde en el Evangelio pide que también de nosotros, desde el seno de quien cree, “broten ríos de agua viva” (cf. v. 38). Y nosotros, ¿sabemos calmar la sed de nuestros hermanos y hermanas? Mientras seguimos pidiendo consuelo a Dios, ¿sabemos darlo también a los demás? Muchas veces nos liberamos de tantos pesos interiores, por ejemplo, de no sentirnos amados y respetados, cuando comenzamos a amar a los demás gratuitamente. En nuestras soledades e insatisfacciones Jesús nos empuja a salir, a dar, a amar. Y entonces, me pregunto: ¿qué hago yo por quien me necesita? Mirando a los pueblos indígenas, pensando en sus historias y en el dolor que han sufrido, ¿qué hago por ellos? ¿Escucho con curiosidad mundana y me escandalizo por lo que ocurrió en el pasado, o hago algo concreto por ellos? ¿Rezo, leo, me informo, me acerco, me dejo conmover por sus historias? Y, mirándome a mí mismo, si me encuentro en el sufrimiento, ¿escucho a Jesús que me quiere llevar fuera del recinto de mi descontento y me invita a volver a empezar, a superarlo, a amar? A veces, el mejor modo para ayudar a otra persona no es darle enseguida lo que quiere, sino acompañarla, invitarla a amar, a donarse. Porque es así, a través del bien que podrá hacer por los demás, que descubrirá sus ríos de agua viva, que descubrirá el tesoro único y valioso que es él mismo.
Queridos hermanos y hermanas indígenas, he venido como peregrino también para decirles lo valiosos que son para mí y para la Iglesia. Deseo que la Iglesia esté entretejida con ustedes, con la misma fuerza y unión que tienen los hilos de esas franjas coloreadas que tantos de ustedes llevan. Que el Señor nos ayude a ir hacia delante en el proceso de sanación, hacia un futuro cada vez más saludable y renovado. Creo que sería también el deseo de sus abuelas y de sus abuelos. Que los abuelos de Jesús, los santos Joaquín y Ana, bendigan vuestro camino.
El Papa en Canadá: “Somos hijos de una historia que hay que custodiar”
Homilía del Papa en Edmonton (Canadá)
Viaje Canadá, Homilía © Vatican Media
Esta mañana, 26 de julio de 2022, al salir del Seminario de San José, el Santo Padre Francisco se dirigió al Estadio de la Commonwealth en Edmonton.
A su llegada, el Papa da unas vueltas en el papamóvil entre los fieles en el recinto adyacente Clarke Stadium y a las 10.15 horas (18.15 hora de Roma) preside la Celebración Eucarística en la Fiesta de los Santos Joaquín y Ana, padres de la Santísima Virgen María.
Tras la proclamación del Evangelio, el Santo Padre pronuncia la homilía. Al final de la Santa Misa, el Arzobispo de Edmonton, S.E. Mons. Richard William Smith, dirigió un discurso de saludo y agradecimiento al Santo Padre. Entonces el Papa Francisco regresó en coche al Seminario de San José, donde tuvo un almuerzo privado.
Publicamos a continuación la homilía que el Papa pronunció durante la Santa Misa:
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Homilía del Papa
Hoy es la fiesta de los abuelos de Jesús; el Señor ha querido que nos reuniéramos en gran número precisamente en esta ocasión tan querida para ustedes, como para mí. En la casa de Joaquín y Ana, el pequeño Jesús conoció a sus mayores y experimentó la cercanía, la ternura y la sabiduría de sus abuelos. Pensemos también en nuestros abuelos y reflexionemos sobre dos aspectos importantes
El primero. Somos hijos de una historia que hay que custodiar. No somos individuos aislados, no somos islas, nadie viene al mundo desconectado de los demás. Nuestras raíces, el amor que nos esperaba y que recibimos cuando vinimos al mundo, los ambientes familiares en los que crecimos, forman parte de una historia única que nos ha precedido y nos ha generado. No la elegimos nosotros, sino que la recibimos como un regalo; y es un regalo que estamos llamados a custodiar. Porque, como nos lo ha recordado el libro del Eclesiástico, somos “la descendencia” de los que nos han precedido, somos su «rica herencia» (Si 44,11). Una herencia que, más allá de las proezas o de la autoridad de unos, de la inteligencia o de la creatividad de otros en el canto o en la poesía, tiene su centro en la justicia, en ser fieles a Dios y a su voluntad. Y eso es lo que nos han transmitido. Para aceptar de verdad lo que somos y cuánto valemos, tenemos que hacernos cargo, de aquellos de quienes descendemos, aquellos que no pensaron sólo en sí mismos, sino que nos transmitieron el tesoro de la vida. Estamos aquí gracias a nuestros padres, pero también gracias a nuestros abuelos, que nos hicieron experimentar que somos bienvenidos en el mundo. A menudo fueron ellos los que nos amaron sin reservas y sin esperar nada de nosotros; nos tomaron de la mano cuando teníamos miedo, nos tranquilizaron en la oscuridad de la noche, nos alentaron cuando a plena luz del día tuvimos que decidir sobre nuestra vida. Gracias a nuestros abuelos recibimos una caricia de parte de la historia; aprendimos que la bondad, la ternura y la sabiduría son raíces firmes de la humanidad. Muchos de nosotros hemos respirado en la casa de los abuelos la fragancia del Evangelio, la fuerza de una fe que tiene sabor de hogar. Gracias a ellos descubrimos una fe familiar, una fe doméstica; sí, es así, porque la fe se comunica esencialmente así, se comunica “en lengua materna” se comunica en dialecto, se comunica a través del afecto y el estímulo, el cuidado y la cercanía.
Esta es nuestra historia que hay que custodiar, la historia de la que somos herederos; somos hijos porque somos nietos. Los abuelos imprimieron en nosotros el sello original de su forma de ser, dándonos dignidad, confianza en nosotros mismos y en los demás. Ellos nos transmitieron algo que dentro de nosotros nunca podrá ser borrado y, al mismo tiempo, nos han permitido ser personas únicas, originales, libres. Precisamente de nuestros abuelos aprendimos que el amor jamás es una imposición, nunca despoja al otro de su libertad interior. De esta manera, Joaquín y Ana amaron a María y amaron a Jesús; y así es cómo María amó a Jesús, con un amor que nunca lo asfixió ni lo retuvo, sino que lo acompañó a abrazar la misión para la que había venido al mundo. Tratemos de aprender esto como individuos y como Iglesia: no oprimir nunca la conciencia de los demás, no encadenar jamás la libertad de los que tenemos cerca y, sobre todo, no dejar nunca de amar y respetar a las personas que nos precedieron y nos han sido confiadas, tesoros preciosos que custodian una historia más grande que ellos mismos
Custodiar la historia que nos ha generado —nos dice el Libro del Eclesiástico— significa no empañar “la gloria” de nuestros antepasados, no perder su recuerdo, no olvidarnos de la historia que dio a luz nuestra vida, acordarnos siempre de aquellas manos que nos acariciaron y nos tuvieron en sus brazos. Porque es en esta fuente donde encontramos consuelo en los momentos de desánimo, luz en el discernimiento, valor para afrontar los desafíos de la vida. Pero también custodiar la historia que nos ha generado significa volver siempre a esa escuela donde aprendimos y vivimos el amor. Ante las decisiones que tenemos que tomar hoy, significa preguntarnos qué harían los mayores más sabios que hemos conocido si estuvieran en nuestro lugar, qué nos aconsejan o nos aconsejarían nuestros abuelos y bisabuelos.
Queridos hermanos y hermanas, preguntémonos, entonces, ¿somos hijos y nietos que sabemos custodiar la riqueza que hemos recibido? ¿Recordamos las buenas enseñanzas que hemos heredado? ¿Hablamos con nuestros mayores, nos tomamos el tiempo para escucharlos? En nuestras casas, cada vez más equipadas, cada vez más modernas y funcionales, ¿sabemos cómo habilitar un espacio digno para conservar sus recuerdos, un lugar especial, un pequeño santuario familiar que, a través de imágenes y objetos amados, nos permita también elevar nuestros pensamientos y oraciones a quienes nos han precedido? ¿Hemos conservado la Biblia o el rosario de nuestros antepasados? Rezar por ellos y en unión con ellos, dedicar tiempo a recordarlos, conservar su legado. En la niebla del olvido que asalta nuestros tiempos vertiginosos, hermanos y hermanas, es necesario cuidar las raíces, y así es cómo crece el árbol, así se construye el futuro. Reflexionamos ahora sobre un segundo aspecto: además de ser hijos de una historia que hay que custodiar, somos artesanos de una historia que hay que construir. Cada uno de nosotros puede reconocer lo que es, con sus luces y sus sombras, según el amor que ha recibido o le ha faltado. El misterio de la vida humana es este: todos somos hijos de alguien, fuimos generados y formados por alguien, pero cuando nos hacemos adultos, estamos también llamados a generar, a ser padres, madres y abuelos de alguien más. Así, pues, viendo a la persona en que nos hemos convertido, ¿qué queremos de nosotros mismos? Los abuelos de los que procedemos, los mayores que soñaron, esperaron y se sacrificaron por nosotros, nos plantean una pregunta fundamental: ¿qué tipo de sociedad queremos construir? Hemos recibido tanto de manos de los que nos han precedido, ¿qué queremos dejar en herencia a nuestra posteridad? ¿Una fe viva o una fe al “agua de rosas, una sociedad basada en el beneficio individual o basada en la fraternidad, un mundo en paz o un mundo en guerra, una creación devastada o un hogar todavía acogedor?
Y no olvidemos que este movimiento da vida, pues va desde las raíces hasta las ramas, las hojas y las flores y los frutos del árbol. La verdadera tradición se expresa en esta dimensión vertical: de abajo para arriba. Tengamos cuidado de no caer en la caricatura de la tradición, que no se mueve en una línea vertical —de las raíces al fruto— sino en una línea horizontal —adelante-atrás— que nos lleva a la cultura del “retroceso” como refugio egoísta; y que no hace más que encasillar el presente y preservarlo en la lógica del “siempre se hizo así”.
En el Evangelio que hemos escuchado, Jesús dice a los discípulos que son dichosos porque pueden ver y oír lo que tantos profetas y justos desearon ver y oír (cf. Mt 13,16-17). Efectivamente, muchos creyeron en la promesa de Dios de la venida del Mesías, le prepararon el camino, anunciaron su llegada. Sin embargo, ahora que el Mesías ha llegado, los que pueden verlo y oírlo están llamados a acogerlo y a anunciarlo.
Hermanos y hermanas, esto también vale para nosotros. Nuestros predecesores nos transmitieron una pasión, una fuerza y un anhelo, un fuego que nos corresponde reavivar; no se trata de custodiar cenizas, sino de reavivar el fuego que ellos encendieron. Nuestros abuelos y nuestros mayores deseaban ver un mundo más justo, más fraternal, más solidario, y lucharon por darnos un futuro. Ahora, nos toca a nosotros no decepcionarlos. Nos toca hacernos cargo de esta tradición que recibimos, porque la tradición es la fe viva de nuestros muertos. Por favor, no la convirtamos en tradicionalismo, que es la fe muerta de los vivientes, como dijo un pensador. Respaldados por ellos, por nuestros mayores, que son nuestras raíces, nos corresponde a nosotros dar fruto. Nosotros somos las ramas que deben florecer y producir nuevas semillas en la historia. Así pues, hagámonos una pregunta concreta. Ante la historia de la salvación a la que yo pertenezco y frente a quienes me han precedido y amado, ¿qué hago? Si tengo un papel único e insustituible en la historia, ¿qué huella estoy dejando en mi camino; qué estoy haciendo, qué estoy dejando a los que me siguen; qué estoy dando de mí? Muchas veces la vida se mide por el dinero que se gana, por la carrera que se realiza, por el éxito y la consideración que se recibe de los demás. Pero estos no son criterios generativos. La pregunta es: ¿estoy generando, estoy generando vida? ¿Estoy difundiendo en la historia un amor nuevo y renovado? ¿Anuncio el Evangelio allí donde vivo, sirvo a alguien gratuitamente, como hicieron conmigo los que me precedieron? ¿Qué estoy haciendo por mi Iglesia, por mi ciudad, por mi sociedad? Hermanas y hermanos, es fácil criticar, pero el Señor no quiere que seamos sólo críticos con el sistema, no quiere que seamos cerrados, no quiere que seamos “de los que retroceden”, de los que se echan atrás, como dijo el autor de la carta a los Hebreos (cf. Hb 10,39), sino nos quiere artesanos de una historia nueva, tejedores de esperanza, constructores de futuro, artífices de paz.
Que Joaquín y Ana intercedan por nosotros. Que nos ayuden a custodiar la historia que nos ha generado y a construir una historia generadora. Que nos recuerden la importancia espiritual de honrar a nuestros abuelos y mayores, de sacar provecho de su presencia para construir un futuro mejor. Un futuro en el que no se descarte a los mayores porque funcionalmente “no son necesarios”; un futuro que no juzgue el valor de las personas sólo por lo que producen; un futuro que no sea indiferente hacia quienes, ya adelante en la edad, necesitan más tiempo, escucha y atención; un futuro en el que no se repita la historia de violencia y marginación que sufren nuestros hermanos y hermanas indígenas. Es un futuro posible si, con la ayuda de Dios, no rompemos el vínculo con los que nos han precedido y alimentamos el diálogo con los que vendrán después de nosotros: jóvenes y mayores, abuelos y nietos, juntos. Vayamos adelante juntos, soñemos juntos. Y no olvidemos el consejo de Pablo a su discípulo Timoteo: “Acuérdate de tu madre y de tu abuela” (cf. 2 Tm 1,5).
— El silencio de Jesús.
— Hablar cuando sea necesario, con caridad y fortaleza. Huir del silencio culpable.
— Valentía y fortaleza en la vida ordinaria. Ser coherentes con nuestra fe y con la vocación recibida.
I. Durante treinta años, Jesús llevó una vida de silencio; solo María y José conocían el misterio del Hijo de Dios. Cuando vuelve de nuevo al pueblo donde había vivido, sus paisanos se extrañan de su sabiduría y de sus milagros, pues solo habían visto en Él una vida ejemplar de trabajo.
Durante los tres años de su ministerio público vemos cómo se recoge en el silencio de la oración, a solas con su Padre Dios, se aparta del clamor y del fervor superficial de la multitud que pretende hacerle rey, realiza sus milagros sin ostentación y recomienda frecuentemente a los que han sido curados que no lo publiquen...
El silencio de Jesús ante las voces de sus enemigos en la Pasión es conmovedor: Él permaneció en silencio y nada respondió1. Ante tantas acusaciones falsas aparece indefenso. «Dios nuestro Salvador –comenta San Jerónimo–, que ha redimido al mundo llevado de su misericordia, se deja conducir a la muerte como un cordero, sin decir palabra; ni se queja ni se defiende. El silencio de Jesús obtiene el perdón de la protesta y excusa de Adán»2. Jesús calla durante el proceso ante Herodes y Pilato, y lo contemplamos en pie, sin decir palabra, ante Barrabás y delante de enemigos clamorosos, excitados, vigilantes, sirviéndose de falsos testimonios para tergiversar sus palabras. Está en pie ante el procurador. Y aunque le acusaban los príncipes de los sacerdotes, nada respondió. Entonces Pilato le dijo: ¿No oyes cuántas cosas alegan contra ti? Y no le respondió a pregunta alguna, de tal manera que el procurador quedó admirado en extremo3.
El silencio de Dios ante las pasiones humanas, ante los pecados que se cometen cada día en la Humanidad, no es un silencio lleno de ira, ni despreciativo, sino rebosante de paciencia y de amor. El silencio del Calvario es el de un Dios que viene a redimir a todos los hombres con su sufrimiento indecible en la Cruz. El silencio de Jesús en el Sagrario es el del amor que espera ser correspondido, es un silencio paciente, en el que nos echa de menos si no le visitamos o lo hacemos distraídamente.
El silencio de Cristo durante su vida terrena no es en modo alguno vacío interior, sino fortaleza y plenitud. Los que se quejan continuamente de las contrariedades que padecen o de su mala suerte, quienes pregonan a los cuatro vientos sus problemas, los que no saben sufrir calladamente una injuria, quienes se sienten urgidos a dar continuamente explicaciones de lo que hacen y lo que dejan de hacer, los que necesitan exponer las razones y motivos de sus acciones, esperando con ansiedad la alabanza o la aprobación ajena..., deberían mirar a Cristo que calla. Le imitamos cuando aprendemos a llevar las cargas e incertidumbres que toda vida lleva consigo sin quejas estériles, sin hacer partícipes de ellas al mundo entero, cuando hacemos frente a los problemas personales sin descargarlos en hombros ajenos, cuando respondemos de los propios actos sin excusas ni justificaciones de ningún tipo, cuando realizamos el propio trabajo mirando la perfección de la obra y la gloria de Dios, sin buscar alabanzas...4.
Iesus autem tacebat. Jesús callaba. Y nosotros debemos aprender a callar en muchas ocasiones. A veces, el orgullo infantil, la vanidad, hacen salir fuera lo que debió quedar en el interior del alma; palabras que nunca debieron decirse. La figura callada de Cristo será un Modelo siempre presente ante tanta palabra vacía e inútil. Su ejemplo es un motivo y un estímulo para callar a veces ante la calumnia o la murmuración. In silentio et in spe erit fortitudo vestra, en el silencio y en la esperanza se fundará vuestra fortaleza, nos dice el Espíritu Santo, por boca del Profeta Isaías5.
II. Pero Jesús no siempre calla. Porque existe también un silencio que puede ser colaborador de la mentira, un silencio compuesto de complicidades y de grandes o pequeñas cobardías; un silencio que a veces nace del miedo a las consecuencias, del temor a comprometerse, del amor a la comodidad, y que cierra los ojos a lo que molesta para no tener que hacerle frente: problemas que se dejan a un lado, situaciones que debieron ser resueltas en su momento porque hay muchas cosas que el paso del tiempo no arregla, correcciones fraternas que nunca se debieron dejar de hacer... dentro de la propia familia, en el trabajo, al superior o al inferior, al amigo y a quien cuesta tratar.
La Palabra de Jesús está llena de autoridad, y también de fuerza ante la injusticia y el atropello: ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócrita!, porque exprimís las casas de las viudas con el pretexto de hacer largas oraciones...6. Jamás le importó ir contra corriente a la hora de proclamar la verdad.
San Juan Bautista, cuyo martirio leemos hoy en el Evangelio de la Misa7, era voz que clama en el desierto. Y nos enseña a decir todo lo que deba ser dicho, aunque nos parezca alguna vez que es hablar en el desierto, pues el Señor no permite en ninguna ocasión que sea inútil nuestra palabra, porque es necesario hacer lo que debe hacerse, sin preocuparse excesivamente de los frutos inmediatos, ya que si cada cristiano hablara conforme a su fe, habríamos cambiado ya el mundo. No podemos callar ante infamias y crímenes como el del aborto, la degradación del matrimonio y de la familia, o ante una enseñanza que pretende arrinconar a Dios en la conciencia de los más jóvenes... No podemos callar ante ataques a la persona del Papa o a Nuestra Señora, ante las calumnias sobre instituciones de la Iglesia cuya verdad y rectitud conocemos bien de sobra... Callar cuando debemos hablar por razón de nuestro puesto en la sociedad, en la empresa o en la familia, o sencillamente por la condición de cristianos, podría ser en ocasiones colaborar con el mal, permitiendo que se piense que «el que calla, otorga». Si los católicos hablasen cuando han de hacerlo, si no contribuyeran con una sola moneda a la difusión de la prensa o de la literatura que causan estragos en las almas, difícilmente podrían sostenerse esas empresas.
Hablar cuando debamos hacerlo. A veces, en el pequeño grupo en el que nos movemos, en la tertulia que se organiza espontáneamente a la salida de una clase, o con unos amigos o vecinos que vienen a nuestra casa a visitarnos; entre los amigos o clientes..., ante un vídeo indecente en el autobús en el que viajamos..., y desde la tribuna, si ese es nuestro lugar dentro de la sociedad. Por carta cuando sea preciso para animar con nuestro aliento o para agradecer un buen artículo aparecido en un periódico o manifestar nuestra disconformidad con una determinada línea editorial o un escrito doctrinalmente desenfocado. Y siempre con caridad, que es compatible con la fortaleza (no existe caridad sin fortaleza), con buenas maneras, disculpando la ignorancia de muchos, salvando siempre la intención, sin agresividad ni formas cerriles o inadecuadas que serían impropias de alguien que sigue de cerca a Jesucristo... Pero también con la fortaleza con que actuó el Señor.
III. Si en los momentos en que el Bautista vio en peligro su vida hubiera callado o se hubiera mantenido al margen de los acontecimientos, no habría muerto degollado en la cárcel de Herodes. Pero Juan no era así; no era como una caña que a cualquier viento se mece. Fue coherente con su vocación y con sus principios hasta el final. Si hubiera callado, habría vivido algunos años más, pero sus discípulos no serían quienes primero siguieron a Jesús, no habría sido quien preparara y allanara el camino al Señor, como había profetizado Isaías. No habría vivido su vocación y, por tanto, no habría tenido sentido su vida.
A nosotros, muy probablemente, no nos pedirá Jesús el martirio violento, pero sí esa valentía y fortaleza en las situaciones comunes de la vida ordinaria: para cortar un mal programa de televisión, para llevar a cabo esa conversación apostólica que debemos tener y no retrasarla más... Sin quedarse en quejas ineficaces, que para nada sirven, dando doctrina positiva, soluciones..., con optimismo ante el mundo y las cosas buenas que hay en él, resaltando lo bueno: la alegría de una familia numerosa, el profundo gozo que produce realizar el bien, el amor limpio que se conserva joven viviendo santamente la virtud de la pureza...
Existe un silencio cobarde, contra el que debemos luchar: el del que enmudece ante quien Dios ha puesto a su lado para que le ayude y le fortalezca en su caminar hacia Dios. Difícilmente podríamos ser valientes en la vida si no lo fuéramos en primer lugar con nosotros mismos, siendo sinceros con quien orienta nuestra alma.
Muchos de nuestros amigos, al ver que somos coherentes con la fe, que no la disimulamos ni escondemos en determinados ambientes, se verán arrastrados por ese testimonio sereno, de la misma manera que muchos se convertían al contemplar el martirio –testimonio de fe– de los primeros cristianos.
Pidamos en el día de hoy, que dedicamos especialmente a Nuestra Señora, que Ella nos enseñe a callar en tantas ocasiones en que debemos hacerlo, y a hablar siempre que sea necesario.
1 Mc 14, 61. — 2 San Jerónimo, Comentario sobre el Evangelio de San Marcos, in loc. — 3 Mt 27, 12-14. — 4 F. Suárez, Las dos caras del silencio, en Revista Nuestro Tiempo, nn. 297 y 298. — 5 Is 30, 15. — 6 Mt 23, 14. — 7 Mt 14, 1-12.
Evangelio del sábado: perderlo todo por el amor
Comentario del sábado de la 17.ª semana del tiempo ordinario. “El rey se entristeció (...). Y mandó decapitar a Juan en la cárcel”. El amor verdadero, profundo y fecundo, es aquél que está dispuesto a donarse por entero, perder la vida por las personas amadas, en defensa de la Verdad.
30/07/2022
Evangelio (Mt 14, 1-12)
En aquel entonces oyó el tetrarca Herodes la fama de Jesús, y les dijo a sus cortesanos: —Éste es Juan el Bautista, que ha resucitado de entre los muertos, y por eso actúan en él esos poderes.
Herodes, en efecto, había apresado a Juan, lo había encadenado y lo había metido en la cárcel a causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo, porque Juan le decía: «No te es lícito tenerla». Y aunque quería matarlo, tenía miedo del pueblo porque lo consideraban un profeta.
El día del cumpleaños de Herodes salió a bailar la hija de Herodías y le gustó tanto a Herodes, que juró darle cualquier cosa que pidiese. Ella, instigada por su madre, dijo: —Dame aquí, en una bandeja, la cabeza de Juan el Bautista.
El rey se entristeció, pero por el juramento y por los comensales ordenó dársela. Y mandó decapitar a Juan en la cárcel. Trajeron su cabeza en una bandeja y se la dieron a la muchacha, que la entregó a su madre. Acudieron luego sus discípulos, tomaron el cuerpo muerto, lo enterraron y fueron a dar la noticia a Jesús.
Comentario:
Jesucristo recibe la noticia de la muerte de Juan el Bautista de labios de sus discípulos. Saben de lo mucho que se querían y no dudan en ir a contárselo, quizá para encontrar también un poco de consuelo.
¡Con cuánto dolor escucharía Jesucristo el relato de la muerte de su pariente y amigo! ¡Con qué ternura consolaría los corazones atribulados de aquellos discípulos, amigos de Juan! ¡Cómo les animaría en esos momentos hablándoles de la grandeza de aquel hombre! Un hombre que no dudó en perder la cabeza por Jesús.
La defensa de la verdad, la que nos hace libres, la que no es negociable, la enemiga de los falsos compromisos que buscan salvar el pellejo, nos lleva a perder la cabeza.
Las palabras de Juan iluminaban a los hombres y mujeres de su tiempo, incluso al propio Herodes. Se dirigían al fondo de sus corazones y allí sembraban la semilla de la verdad, del bien, de la justicia, del amor. Eran palabras capaces de sacar a la luz ese fragmento de humanidad que, aunque sepultado por una montaña de mentiras, habita en el corazón de todo hombre.
Herodes se había ido deslizando por un camino sin retorno, condenándose a una vida esteril, infeliz, encerrado en sí mismo, en su egoísmo. Juan le habla al corazón, quiere sacarlo de la cárcel en la que está enjaulado.
Con su propia vida le quiere mostrar cómo el amor verdadero, profundo y fecundo, es aquél que está dispuesto a donarse por entero, perder la vida por las personas amadas, perder la cabeza por ellas.
Es la “inquietud de amor” que busca “siempre, sin descanso, el bien del otro, de la persona amada, con esa intensidad que lleva incluso a las lágrimas”; que “impulsa a salir al encuentro del otro, sin esperar que sea el otro quien manifiesta su necesidad”[1].
Con nuestro amor inquieto, lleno de detalles concretos, amando desde el Corazón de Jesucristo, estamos recordando a los demás cómo es el amor de Dios por ellos, cuál es su verdad más profunda: son hijos amados de Dios Padre. No tenemos que tener miedo a perder la cabeza en esos detalles de amor.
[1] Papa Francisco, Homilía del 28 de agosto de 2013.
Voluntad. —Energía. —Ejemplo. —Lo que hay que hacer, se hace... Sin vacilar... Sin miramientos... -Sin esto, ni Cisneros hubiera sido Cisneros; ni Teresa de Ahumada, Santa Teresa...; ni Iñigo de Loyola, San Ignacio... -¡Dios y audacia! —"Regnare Christum volumus!" (Camino, 11)
30 de julio
«Miles» –soldado, llama el Apóstol al cristiano.
Pues, en esta bendita y cristiana pelea de amor y de paz por la felicidad de las almas todas, hay, dentro de las filas de Dios, soldados cansados, hambrientos, rotos por las heridas..., pero alegres: llevan en el corazón las luces seguras de la victoria. (Surco, 75)
No sabes si será decaimiento físico o una especie de cansancio interior lo que se ha apoderado de ti, o las dos cosas a la vez...: luchas sin lucha, sin el afán de una auténtica mejora positiva, para pegar la alegría y el amor de Cristo a las almas.
Quiero recordarte las palabras claras del Espíritu Santo: sólo será coronado el que haya peleado «legitime» –de verdad, a pesar de los pesares. (Surco, 163)
La virtud de la fe es una virtud sobrenatural que capacita al hombre a asentir firmemente a todo lo que Dios ha revelado.
La virtud de la fe es una virtud sobrenatural que capacita al hombre ilustrando su inteligencia y moviendo su voluntad a asentir firmemente a todo lo que Dios ha revelado.
29/12/2016KINDLE
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1. Noción y objeto de la fe
El acto de fe es la respuesta del hombre a Dios que se revela (cfr. Catecismo, 142). «Por la fe el hombre somete completamente su inteligencia y su voluntad a Dios. Con todo su ser da su asentimiento a Dios que revela» (Catecismo, 143). La Sagrada Escritura llama a este asentimiento «obediencia de la fe» (cfr. Rm 1, 5; 16, 26).
La virtud de la fe es una virtud sobrenatural que capacita al hombre —ilustrando su inteligencia y moviendo su voluntad— a asentir firmemente a todo lo que Dios ha revelado, no por su evidencia intrínseca sino por la autoridad de Dios que revela. «La fe es ante todo adhesión personal del hombre a Dios ; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado» (Catecismo, 150).
2. Características de la fe
– «La fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por Él (cfr. Mt 16, 17). Para dar la respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios» (Catecismo, 153). No basta la razón para abrazar la verdad revelada; es necesario el don de la fe.
– La fe es un acto humano. Aunque sea un acto que se realiza gracias a un don sobrenatural, «creer es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios y adherirse a las verdades por Él reveladas» (Catecismo, 154). En la fe, la inteligencia y la voluntad cooperan con la gracia divina: «Creer es un acto del entendimiento que asiente a la verdad divina por imperio de la voluntad movida por Dios mediante la gracia» [1].
– Fe y libertad. «El hombre, al creer, debe responder voluntariamente a Dios; nadie debe estar obligado contra su voluntad a abrazar la fe. En efecto, el acto de fe es voluntario por su propia naturaleza» (Catecismo, 160) [2]. «Cristo invitó a la fe y a la conversión, Él no forzó jamás a nadie jamás. Dio testimonio de la verdad, pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían» (ibidem).
– Fe y razón. «A pesar de que la fe esté por encima de la razón, jamás puede haber desacuerdo entre ellas. Puesto que el mismo Dios que revela los misterios y comunica la fe ha hecho descender en el espíritu humano la luz de la razón, Dios no podría negarse a sí mismo ni lo verdadero contradecir jamás a lo verdadero» [3]. «Por eso, la investigación metódica en todas las disciplinas, si se procede de un modo realmente científico y según las normas morales, nunca estará realmente en oposición con la fe, porque las realidades profanas y las realidades de fe tienen su origen en el mismo Dios» (Catecismo, 159).
Carece de sentido intentar demostrar las verdades sobrenaturales de la fe; en cambio, se puede probar siempre que es falso todo lo que pretende ser contrario a esas verdades.
– Eclesialidad de la fe. “Creer” es un acto propio del fiel en cuanto fiel, es decir, en cuanto miembro de la Iglesia. El que cree, asiente a la verdad enseñada por la Iglesia, que custodia el depósito de la Revelación. «La fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta nuestra fe. La Iglesia es la madre de todos los creyentes» (Catecismo, 181). «Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por madre» [4].
– La fe es necesaria para la salvación (cfr. Mc 16, 16; Catecismo, 161). «Sin la fe es imposible agradar a Dios» (Hb 11, 6). «Los que sin culpa suya no conocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan a Dios con sincero corazón e intentan en su vida, con la ayuda de la gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo que les dice su conciencia, pueden conseguir la salvación eterna» [5]
3. Los motivos de credibilidad:
«El motivo de creer no radica en el hecho de que las verdades reveladas aparezcan como verdaderas e inteligibles a la luz de nuestra razón natural. Creemos “a causa de la autoridad de Dios mismo que revela y que no puede engañarse ni engañarnos”» ( Catecismo, 156).
Sin embargo, para que el acto de fe fuese conforme a la razón, Dios ha querido darnos « motivos de credibilidad que muestran que el asentimiento de la fe no es en modo alguno un movimiento ciego del espíritu» [6]. Los motivos de credibilidad son señales ciertas de que la Revelación es palabra de Dios.
Estos motivos de credibilidad son, entre otros:
— la gloriosa Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo , signo definitivo de su Divinidad y prueba ciertísima de la verdad de sus palabras;
— «los milagros de Cristo y de los santos (cfr. Mc 16, 20; Hch 2, 4)» (Catecismo, 156) [7];
— el cumplimiento de las profecías (cfr. Catecismo, 156), hechas sobre Cristo o por Cristo mismo (por ejemplo, las profecías acerca de la Pasión de Nuestro Señor; la profecía sobre la destrucción de Jerusalén, etc). Este cumplimiento es prueba de la veracidad de la Sagrada Escritura;
— la sublimidad de la doctrina cristiana es también prueba de su origen divino. Quien medita atentamente las enseñanzas de Cristo, puede descubrir en su profunda verdad, en su belleza y en su coherencia; una sabiduría que excede la capacidad humana de comprender y explicar lo que es Dios, lo que es el mundo, los que es el hombre, su historia y su sentido trascendente;
— la propagación y la santidad de la Iglesia, su fecundidad y su estabilidad «son signos ciertos de la Revelación, adaptados a la inteligencia de todos» (Catecismo, 156).
Los motivos de credibilidad no sólo ayudan a quien no tiene fe para superar prejuicios que obstaculizan el recibirla, sino también a quien tiene fe, confirmándole que es razonable creer y alejándole del fideísmo.
4. El conocimiento de fe
La fe es un conocimiento: nos hace conocer verdades naturales y sobrenaturales. La aparente oscuridad que experimenta el creyente, es fruto de la limitación de la inteligencia humana ante el exceso de luz de la verdad divina. La fe es un anticipo de la visión de Dios “cara a cara” en el Cielo (1 Co 13, 12; cfr. 1 Jn 3, 2).
La certeza de la fe: «La fe es cierta, más cierta que todo conocimiento humano, porque se funda en la Palabra misma de Dios, que no puede mentir» (Catecismo, 157). «La certeza que da la luz divina es mayor que la que da la luz de la razón natural» [8].
La inteligencia ayuda a profundizar en la fe. «Es inherente a la fe que el creyente desee conocer mejor a Aquel en quien ha puesto su fe, y comprender mejor lo que le ha sido revelado; un conocimiento más penetrante suscitará a su vez una fe mayor, cada vez más encendida de amor» (Catecismo, 158).
La teología es la ciencia de la fe: se esfuerza, con la ayuda de la razón, por conocer mejor las verdades que se poseen por la fe; no para hacerlas más luminosas en sí mismas —que es imposible—, sino más inteligibles para el creyente. Este afán, cuando es auténtico, procede del amor a Dios y va acompañado por el esfuerzo de acercarse más a Él. Los mejores teólogos han sido y serán siempre santos.
5. Coherencia entre fe y vida
Toda la vida del cristiano debe ser manifestación de su fe. No hay ningún aspecto que no pueda ser iluminado por la fe. «El justo vive de la fe» (Rm 1, 17). La fe obra por la caridad (cfr. Ga 5, 6). Sin las obras, la fe está muerta (cfr. St 2, 20-26).
Cuando falta esta unidad de vida, y se transige con una conducta que no está de acuerdo con la fe, entonces la fe necesariamente se debilita, y corre el peligro de perderse.
Perseverancia en la fe: La fe es un don gratuito de Dios. Pero este don inestimable podemos perderlo (cfr. 1 Tm 1,18-19). «Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe debemos alimentarla» (Catecismo, 162). Debemos pedir a Dios que nos aumente la fe (cfr. Lc 17,5) y que nos haga «fortes in fide» (1 P 5, 9). Para esto, con la ayuda de Dios, hay que realizar muchos actos de fe.
Todos los fieles católicos están obligados a evitar los peligros para la fe. Entre otros medios, deben abstenerse de leer aquellas publicaciones que sean contrarias a la fe o a la moral —tanto si las ha señalado expresamente el Magisterio, como si lo advierte la conciencia bien formada—, a menos que exista un motivo grave y se den las circunstancias que hagan esa lectura inocua.
Difundir la fe. «No se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero... Alumbre así vuestra luz ante los hombres» ( Mt 5, 15-16). Hemos recibido el don de la fe para propagarlo, no para ocultarlo (cfr. Catecismo, 166). No se puede prescindir de la fe en la actividad profesional [9]. Es preciso informar toda la vida social con las enseñanzas y el espíritu de Cristo.
Francisco Díaz
Publicado originalmente el 21 de noviembre de 2012
Bibliografía básica
Catecismo de la Iglesia Católica, 142-197.
Lecturas recomendadas
San Josemaría, Homilía Vida de fe, en Amigos de Dios, 190-204.
[1] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 2, a. 9
[2] Cfr. Concilio Vaticano II, Declar. Dignitatis humanae, 10; CIC, 748, §2.
[3] Concilio Vaticano I: DS 3017.
[4] San Cipriano, De catholicae unitate Ecclesiae: PL 4,503.
[5] Concilio Vaticano II, Const. Lumen gentium, 16.
[6] Concilio Vaticano I: DS 3008-3010; Catecismo, 156.
[7] El valor de la Sagrada Escritura como fuente histórica totalmente fiable se puede establecer con sólidas pruebas: por ejemplo, las que se refieren a su antigüedad (varios de los libros del Nuevo Testamento han sido escritos pocos años después de la Muerte de Cristo, lo cual da testimonio de su valor), o las que se refieren al análisis del contenido (que muestra la veracidad de los testimonios).
[8] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 171, a. 5, ad 3.
[9] Cfr. San Josemaría, Camino, 353.
© Fundación Studium, 2016 y © Oficina de Información del Opus Dei, 2016.
La belleza de la liturgia (3). El signo del “Pan partido”
Escrito por José Martínez Colín.
En la Eucaristía, Jesús está realmente presente con su cuerpo, su alma, su humanidad y su divinidad.
1) Para saber
Por siglos se intentó descifrar la escritura jeroglífica egipcia, todo un reto para los estudiosos. Fue a principios del siglo XIX cuando un joven francés, Jean Francois Champollión, lo logró gracias al descubrimiento de la piedra Rosetta que dio la clave para ello. Los signos requieren de una “clave” para aclarar su significado.
La Santa Misa tiene muchos signos que requieren ser comprendidos para descubrir su importancia. En su reciente carta, el Papa Francisco ha querido que descubramos la belleza de la liturgia, en especial de la Eucaristía. Y la descubriremos si comprendemos sus signos. Nuestro Señor al instituir el Sacramento de la Eucaristía en la Última Cena, poco antes de ser crucificado, va a explicar el significado de lo que está haciendo, da la “clave” de lo que se avecina con su muerte. Dice el Papa que gracias a la Última Cena, comprendemos que la muerte de Cristo es un acto de culto perfecto y agradable al Padre. Ahí Jesús les dice a sus Apóstoles que su Cuerpo es entregado y que su Sangre es derramada.
El Papa menciona el “pan partido”, para referirse a la Sagrada Forma partida en dos por el sacerdote en la Santa Misa. Ello tiene un gran significado. Recordemos que se lleva a cabo una vez que se ha consagrado y, por tanto, nuestro Señor Jesucristo ya está presente en la Hostia cuando el sacerdote la parte. El quebrantamiento del Pan simboliza el quebrantamiento de Jesús en su Pasión. Algún autor dice que en ese momento las manos del presbítero simbolizan las manos de los martirizadores de Cristo: está Jesús quebrantado.
2) Para pensar
Cuando estaba muy anciano San Alfonso María de Ligorio, ya era capaz de celebrar la santa Misa, pero sí recibía todos los días la sagrada Comunión. Una vez, apenas había recibido la hostia, comenzó a gritar: “¿Qué es lo que me habéis dado? ¡No me habéis dado a mi Jesús!”. Hubo desconcierto y fueron a preguntar al sacerdote que celebró la Misa y al acólito ayudante y se llegó a saber que por distracción, había omitido la consagración. Por eso, tenía razón el santo anciano, que por su santidad, supo que en esa hostia no estaba Cristo y reclamaba: “¿Qué es lo que me habéis dado?
Pensemos cómo es nuestra fe en la presencia real de Cristo en la Hostia consagrada.
3) Para vivir
Comentaba el Papa que si hubiésemos llegado a Jerusalén después de Pentecostés y hubiéramos querido encontrarnos con Jesús de Nazaret, lo habríamos encontrado verdaderamente en la comunidad que celebra: en la liturgia. Nuestro Señor Jesucristo, al mandar a sus Apóstoles a hacer lo mismo que Él hizo en la Última Cena, no era sólo para recordarlo, sino para hacerse presente en esa ceremonia. En la Eucaristía, Jesús está realmente presente con su cuerpo, su alma, su humanidad y su divinidad.
Cuando asistimos a la Santa Misa no sólo celebramos un rito, sino que se da un encuentro real con Cristo que se halla tan presente como nosotros mismos lo estamos también. Y el Señor se hace presente y ofrece su sacrificio por nosotros, para nuestro bien. Quizá a quien muestra desinterés por asistir a la Misa le estará faltando ser consciente de ese encuentro con la presencia amorosa de Jesús.
Cinco sinrazones para no ir a Misa los domingos
–“La Misa es tediosa y aburrida”.
–“No obtengo nada de la Misa: ¿Por qué debo ir?”
–“El padre dice homilías de 45 minutos y nos cansa a todos…”
–¿Por qué no puedo rezar sólo en mi casa? Acaso ¿Dios no está en todas partes y me ve y oye?
Estas y otras son preguntas comunes, especialmente entre los niños y los jóvenes, pero también entre algunos adultos.
No es fácil responder a estos cuestionamientos y a otros muchos más en ese tenor.
Es posible, en cambio, señalar unas ideas que contribuyan a que los papás y sus hijos no sólo participen de la Misa –como una obligación– sino que valoren este encuentro único con Dios que tiene lugar en la iglesia.
- “Cada semana es exactamente lo mismo….” “Es como una película que ya la vi…. ¿por qué debo ver la misma película cada domingo?”
La Misa no es un entretenimiento, como algo que se ve para luego juzgar si fue agradable, divertido o distinto cada vez. Es el culto que damos a Dios que nos creó y nos salvó. Es una oportunidad única para alabarle a Dios y agradecerle por todo lo que ha hecho y sigue haciendo por nosotros. Si realmente supieras quién es Dios, quién eres tú y cuánto agradecimiento le debes, asistirías a la Misa. La Misa se convertirá en la fuente y el centro de tu vida cristiana, la raíz de tu fortaleza.
- Eso de ir a Misa es un invento de la Iglesia católica. Jesús nunca dijo que fuéramos a Misa…
“Cuando llegó la hora, Él (Jesús) tomó su lugar en la mesa con los apóstoles… Luego tomó el pan, lo bendijo, y se los dio diciendo: Este es mi cuerpo, que será entregado por vosotros, hagan esto en memoria mía”.
Esto lo dijo Jesús pocas horas antes de morir; nos entregó el inmenso don de la Eucaristía (su Cuerpo y su Sangre). Cuando celebramos la Misa, repetimos lo que Jesús nos mandó hacer. Al hacer esto, recordamos y recreamos su gran acto de amor infinito por nosotros en la Cruz: toma nuestros pecados sobre sí para que nosotros, si seguimos sus mandamientos, podamos vivir con Él para siempre en el cielo. La Iglesia enseña que tenemos que cumplir el mandato de Jesús (“Hagan esto en memoria mía”), participando en la Misa del domingo. (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica nn 2180 y 2181).
El domingo, en el que se celebra el misterio pascual, por tradición apostólica ha de observarse en toda la Iglesia como fiesta primordial de precepto. El domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la Misa. Cumple el precepto de participar en la Misa quien asiste a ella, dondequiera que se celebre en un rito católico, tanto el día de la fiesta como el día anterior por la tarde. (cfr. Código Derecho Canónico, 1246-1248).
Antes que nada, la Misa es un sacrificio: el sacrificio perfecto de Jesús. A través del sacerdote ofrecemos a Jesús, en cuerpo y sangre, al Padre, así como Jesús se ofreció a sí mismo al Padre en la Cruz. De forma incruenta (es decir, sin dolor) repetimos –se hace presente– la muerte de Cristo y la Resurrección. A través de este memorial de Jesús, ofrecemos a Dios nuestra alabanza, nuestro dolor por los pecados y nuestro profundo agradecimiento.
- Qué flojera y que pereza estar en la iglesia una hora….
Los que se aman dedican tiempo para estar juntos. Y ese tiempo es diario, al menos. Los amigos y los novios se dedican muchas horas a la semana para verse y hablar de todo. Que Dios nos pida que, al menos, dediquemos una hora a la semana para estar con Él, oír su Palabra y enriquecernos con el inmenso don de la Eucaristía… ¿te parece mucho?, ¿Cuántas horas tiene una semana? Son 168. Oye… ¿te parece demasiado dedicarle UNA a Dios? Es lo único que nos manda Dios. Es el mínimo, para que no nos olvidemos de Él. Pero sobre todo, para que nos dé lo que sólo asistiendo a la Santa Misa nos puede dar. ¿Cuesta? Sí cuesta asistir, pero no hay que exagerar. Si en vez de solo asistir de cuerpo presente, participas, te costará menos. La verdad es que ¡cuántas veces hacemos cosas mucho más difíciles por el beneficio que nos reporta!
- Bueno, pero, ¿por qué hay que ir físicamente a la iglesia? Yo puedo hablar con Dios mejor encerrado en mi casa…. O incluso puedo ver la Misa ¡por internet desde mi celular, acostado en mi cama!
De acuerdo, hazlo…. Pero a la Misa no vamos sólo a hablar con Dios. Eso lo podemos hacer a toda hora y en todas partes. Tampoco vamos a asistir a una celebración mas o menos interesante. Vamos a participar en lo más trascendental que puede darse en esta tierra.
Fíjate bien. En la Consagración, el pan y el vino, por medio del poder del Espíritu Santo, se convierte en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, que murió en la Cruz.
Es verdad que tú puedes ver una Misa en tu celular o en tu tablet, y puedes bajar las lecturas de cada domingo para leerlas. Pero hay una sola cosa que no puedes bajar de internet… La Comunión. Te la tienen que dar físicamente. No es un mero símbolo. Es la comunión. Es decir la unión más profunda con Dios que puedes tener en este mundo; y con ella alimentarte de la verdadera carne y la verdadera sangre de Jesús bajo la apariencia de pan y vino. Cuando recibimos la Santa Comunión, recibimos al mismo Jesús. Él es la verdadera comida para nuestra alma. Nos lo dijo Jesús: “Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo le resucitaré en el último día.” (Juan 6, 54.
¿Cuáles son los beneficios de la Santa Comunión? Fortalece nuestra unión con Jesús. Él vive en nosotros de manera especial y nos limpia de los pecados veniales (los pecadores mortales requieren el perdón en la confesión). Nos da la gracia para evitar el pecado en el futuro y aumenta nuestro amor por Dios y por el prójimo.
- Mis papás dan la señal de que hay cosas mas importantes que la Misa.
Con frecuencia los hijos no quieren ir a Misa y se dejan llevar por la flojera… ¿Saben por qué?
Frecuentemente los papás son los primeros que dejan la Misa en domingo por el fútbol, por ir de compras, porque hay una comida… Y esa es una señal que dan a los hijos de que, entonces, la Misa no “es tan importante”. Otras veces van a Misa, pero antes de ir se tardan en salir, lo hacen a última hora, van de poco humor y de alguna forma se están quejando de que “hay que ir a Misa”, Ni modo. Y eso los hijos lo captan inmediatamente.
Pregunta: Después de haber asistido a la Misa dominical, ¿tus hijos notan en ti una paz y alegría interior? Si lo que ven en ti es disgusto, mal humor, respuestas secas, regaños, y oyen tus gritos…. entonces se harán al menos interiormente esta pregunta tan difícil de responder: ¿para que fuimos a Misa hoy?
Pero si el ambiente de hogar en domingo es todo lo contrario, entonces la reacción de todos podría ser algo como esto: Ya entendí hoy un poco más por qué la Misa… Ya no sólo no dejo de ir. Es que… en verdad ¡ya no me la pierdo!
Si le damos a Dios la oportunidad, nos ayudará a experimentar los enormes beneficios de la Misa y de la Eucaristía. “Si realmente supieras quién eres, quién es Dios y cuánto agradecimiento le debes a Él, querrías ir a Misa. La Misa será la fuente y el centro de tu vida espiritual”. Sé paciente. Anda a Misa en actitud de oración y agradecimiento, y podrás obtener grandes dones espirituales: consuelo, confianza, paz, felicidad profunda y la fuerza espiritual para afrontar los desafíos de la vida. (James Stenson).
Rafael Arce Gargollo
¿Te consideras inútil? Pues Dios te ha elegido a ti
No valgo para todo, pero sí para lo que Él sueña
Dios me ha elegido desde el seno materno, me ha llamado, me ha amado. Hay un salmo con el que medito esa predilección de Dios:
“Te doy gracias, porque me has escogido portentosamente. Señor, Tú me sondeas y me conoces; me conoces cuando me siento o me levanto, de lejos penetras mis pensamientos; distingues mi camino y mi descanso, todas mis sendas te son familiares. Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno. Conocías hasta el fondo de mi alma. No desconocías mis huesos, cuando, en lo oculto, me iba formando, y entretejiendo en lo profundo de la tierra”.
Pienso que Dios me ha pensado así, desde siempre. Desde lo oculto ha entretejido mis huesos, mi historia sagrada, mi forma de ser y de darme. Mi familia, mi misión.
El profeta exclama: “Estaba yo en el vientre, y el Señor me llamó; en las entrañas maternas, y pronunció mi nombre. Hizo de mi boca una espada afilada, me escondió en la sombra de su mano; me hizo flecha bruñida, me guardó en su aljaba y me dijo: – Tú eres mi siervo, de quien estoy orgulloso”.
Me ha llamado, me ha formado, ha pensado en mí, está orgulloso de mí. La verdad es que me sorprende. Lo escucho, lo repito con mis labios, lo pienso, lo intento creer. ¿Elegido por Dios?
¿Dios orgulloso de mí? No sé, tiemblo. Toco mi fragilidad y constato tantas veces que no llego a la altura soñada. No mido ni peso lo que debería. Mis obras no son obras de Dios. Ni mis gestos sus gestos. Y mi amor es tan frágil. ¿Me querrá Dios siempre?
Dios desde el seno materno me eligió. Yo no logro levantar un palmo del suelo. Me siento tan pequeño y desvalido. Dios me conoce por dentro. Lo sabe todo y pese a ello me elige. Sabe que no soy tan fiable.
Dios me ha creado de carne. Sabe que nazco con la ruptura en el alma propia del pecado. Conoce mis fragilidades y mis pasiones desordenadas. Y me llama.
Quiere que lo siga. Que cumpla la misión que para mí ha soñado. Reconozco que me cuesta dejar lo que conozco, lo que controlo, lo que domino, para emprender la misión que Dios me pide. Dejar mis seguridades para aventurarme en la misión que ha soñado para mí.
Me sé tan débil. Él pronuncia mi nombre y sabe que yo valgo para lo que Él sueña. No valgo para todo. Pero sí para mi parcela, mi lago, mi barca. Sabe dónde puedo dar vida, dónde ser fecundo.
Es verdad que conoce mis infidelidades. Pero me sigue llamando y buscando entre los arbustos donde me escondo tantas veces confuso en mis huidas.
He buscado desiertos en los que descubrir lo que espera de mí. Tendré que creer, confiar, esperar en medio del claroscuro de mi vida. En medio de mis miedos e inseguridades.
Decía el padre José Kentenich: “En ningún otro lugar estamos tan asegurados y amparados como en la oscuridad de la fe y de la confianza. ¡Qué hermoso será cuando más tarde veamos, con mayor claridad, los caminos por los cuales la sabiduría de Dios nos ha ido llevando durante este tiempo! Así pues utilicemos los escollos para crecer más hondamente en el mundo de la filialidad”[1].
Los caminos que Dios ha soñado para mí. Porque me ha mirado en el seno materno y ya sabe de lo que soy capaz.
Conoce mis pecados casi antes de que los cometa. Y no se desespera. No se asombra. No me rechaza por el mal que sale de mis manos. Sigue confiando y creyendo.
Me cuesta entender tanta fe, tanto amor, tanta fidelidad. Me ha amado desde el principio. Sabe lo que puedo llegar a dar.
Por eso quiere que deje de lado todo lo que me oprime, lo que me inmoviliza, lo que me esclaviza. Me llama a dejar de vivir encerrado por miedo al mal, al pecado, al mundo.
¿Por qué tengo miedo? Me da miedo lo desconocido, lo nuevo. Me asusta el desafío de vivir la misión para la que Dios me quiere.
Yo no quiero vivir angustiado en medio de tantas cosas que no controlo. Pero Jesús me llama desde el seno de mi madre y va conmigo. Esa certeza me da alegría porque algo del miedo de mi alma se desvanece.
Con su voz pierdo el miedo. Jesús va conmigo en cada paso que doy. No se queda en la orilla que yo abandono. No quiero vivir encerrado con miedo.
A menudo me doy cuenta de mi fragilidad. Me asusta que muchos conozcan mis pecados y mis límites. Quiero disimular. Me pongo una careta. Una máscara que oculte mis deficiencias. Me angustia que me traten de acuerdo a mi incapacidad. Que me humillen y rechacen.
Desde el seno materno fui escogido portentosamente. Esa certeza me da alegría. Yo animo, doy esperanza, quiero ser un testigo creíble.
¿Quién me hará creíble, digno de confianza? Yo no me veo capaz. Ha tejido mis huesos. Pero ha dejado intactas las imperfecciones de mi vida.
Por más que le pido que elimine mis defectos, Jesús me sigue diciendo que me basta su gracia. Pero no es así. Me lo sé en la teoría. Me cuesta creerlo en el corazón.
Me ha llamado a mí, pero no me parece que tenga mucha sabiduría. ¿Me conoce de verdad? Sí, hoy me lo repite. Él me conoce y me llama por mi nombre. Me conmueve. Tanta predilección me deja sin palabras.
[1]Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus
Por Carlos Padilla Esteban
¿Quieres que tus hijos sean borregos o personas felices?
¿Quieres que tus hijos actúen como borregos? ¿Qué hagan sus deberes solo cuando estas atrás de ellos? ¿Qué en cuanto se vean solos se comporten como animales? ¿Qué sean incapaces de responsabilizarse de sus cosas porque papi, mami o el cole les resuelve todo? ¿Qué todo les parezca difícil? ¿Qué sean incapaces de convertirse en ciudadanos responsables? ¿Qué se justifiquen siempre echando culpas a los demás? ¿Qué a la hora de salir del cascaron, el mundo se los acabe? ¿Qué sean incapaces de decir “no”? ¿Qué sean incapaces de dirigir su propia vida y de responsabilizarse de su propio destino? ¿Qué no tengan la fortaleza para salir adelante? ¿Qué todo lo que se propongan y quieran alcanzar se vea truncado por falta de voluntad?
Claro que no, me dirán. Pero, por experiencia propia les puedo decir que los tribunales eclesiásticos están llenos de causas en las que los matrimonios fracasan, debido a que uno o ambos cónyuges son incapaces de hacerse dueños y señores de sí mismos y de su vida. Entonces nos preguntaremos ¿cómo surgen estas personas? ¿Qué fue lo que les paso? En algunas ocasiones han vivido verdaderas experiencias traumáticas o padecen algún trastorno psíquico, pero muchos, y esos son los que me preocupan, son producto de un estilo de educación muy generalizada, que los releva de toda responsabilidad. Son personas instaladas en la inmadurez debido a patrones educativos fomentados tanto en casa como en los centros educativos.
A mí como madre de 4 jóvenes me gustaría que el colegio los ayudara a descubrir la bondad de hacerse una persona responsablemente íntegra e integral. Que los jóvenes aprendieran a hacerse cargo de sus cosas: sus calificaciones, sus tareas, sus actividades extracurriculares, sus relaciones sociales, su tiempo, etc. porque esa es la educación que mi esposo y yo procuramos darles en casa. Pero muchas veces no encontramos apoyo en el colegio.
Hemos notado que a los jóvenes se les quiere tratar como niños de 6 años cuando ya son casi adultos o ya lo son ante la ley. La razón puede ser por economía de tiempo y esfuerzo, pero eso no es formativo. Claro que es más fácil saltarse a los jóvenes, debido a los conocidos retos que presenta esta edad, relevándolos de cualquier responsabilidad y pasar directamente a los padres de familia, para que sean ellos quienes vean sus tareas, sus calificaciones, sus actividades extracurriculares, etc. con el pretexto de querer hacer familia.
Me da la impresión que tanto papas como colegios tienen miedo de perder el “control” y que no les tienen “confianza” a los jóvenes. Pierden de vista que no estamos amaestrando animales. Estamos educando “personas”, creadas para amar y para alcanzar una felicidad plena. Lo único que se logra con este sistema sobreprotector de educación son personas temerosas, inseguras, sin habilidades para enfrentar problemas, eso sí, obedientes, cual animalitos. ¿Pero es eso lo que queremos para nuestros hijos, para nuestra Iglesia, para nuestra sociedad?
Para Aristóteles, la causa final es aquello por lo cual se hace algo y explica el porqué o para qué de una acción. El cristiano está destinado a alcanzar la felicidad plena y permanente en el amor incondicional de su Padre Dios -mediante una relación interpersonal con Él y su auto-conformación en imagen de Jesucristo-. Esta es su finalidad: vivir felizmente en el amor verdadero, bello y bueno de Dios por siempre. Por lo tanto, la formación en los centros de educación cristianos han de tener como finalidad, el que sus alumnos alcancen libremente ese nivel de perfección, posible a los seres humanos.
Si las personas humanas solo logramos llegar a esas instancias sublimes mediante nuestras acciones “libres”, es menester que la educación en los colegios esté enfocada a formar seres humanos libres. Esto quiere decir que sean capaces de realizar actos “humanos responsables”.
Si somos conscientes de que los estamos educando para la libertad ésta tiene que ir siendo vivida y asumida paulatinamente, pero con todas sus consecuencias. A esta edad el hecho que un joven se quede sin ir a un viaje del colegio por no haber estado pendiente de que sus padres le dieran el dinero para cubrir los gastos o que repruebe una evaluación mensual porque prefirió irse al cine el día anterior, son pequeñas frustraciones y problemas que tendrá que afrontar y superar, que además son adecuados y proporcionados a su edad y que es bueno que enfrente.
Si queremos que nuestros hijos sean hombre y mujeres fuertes, no lo serán de un día para otro, solo por haber cumplido la mayoría de edad. Pensar así es un grave error. Una persona con fuerza moral, capaz de impulsar su propia vida, con fuerza para hacer el bien, solo se logra a través de acciones repetidas en el tiempo y a través de asumir como propias las consecuencias de los propios actos (aunque sea responsabilidad de los padres y de sus representantes en el centro educativo vigilarlos y orientarlos para que actúen con una libertad bien formada y responsable).
No tendremos una juventud animosa frente a la adversidad, si no han aprendido a gestionar y lograr sus cosas con valentía, con fortaleza. Santo Tomás, situaba a la fortaleza entre las cuatro virtudes cardinales, es decir, entre las virtudes sobre las que giran otras virtudes, junto a la prudencia, la templanza y la justicia. Ninguna de estas virtudes será suya si no la aprenden y experimentan en casa y en los centros educativos.
Mediante prueba-error el joven tendrá que aprender a dominarse para obtener resultados buenos, a pesar de los obstáculos. Claro que estos jóvenes que pueden equivocarse chocan con aquellos padres que viven a través de sus hijos y que se sienten orgullosos de sus “familias perfectas”. A estos padres hay que decirles que no existen los hijos perfectos y que están haciendo un doble mal: por un lado, se están poniendo una venda sobre los ojos, están cayendo un una actitud de exceso de estimación propia, que es sinónimo de soberbia, de vanidad, que significa “vanus”, es decir que se enorgullecen de algo sin fundamento y opuesto a la verdad. Y por otro lado, están robándoles a sus hijos la oportunidad de crecer como personas, de ejercitarse en las virtudes, lo que traerá como consecuencia que sus hijos en cuanto puedan se revelen debido al ambiente de autoritario paternalismo en el que viven y que les rebaja a objetos de satisfacción personal o institucional. Estos jóvenes en cuanto puedan soltaran riendas cual caballos desbocados.
Tanto los padres como los educadores tienen que ser consientes de que los jóvenes están en un proceso de maduración y que actitudes de diálogo y escucha, de comprensión, comunicación y aceptación de la crítica por parte de los hijos y alumnos, a los esquemas y estructuras familiares y docentes, son lo propio para el trato con ellos.
A través de la comunicación padres y educadores compartirán valores, alegrías y tristezas con los jóvenes, y juntos mediante acciones educativas y de encuentro interpersonal, se enfocaran en el objetivo de que los jóvenes adquieran las habilidades necesarias para hacerse cargo de su propia vida. Mediante una actitud de sincero interés por ellos y su formación, de tolerancia ante sus errores, de comprensión, de generosa perseverancia y respeto a su dignidad y etapa madurativa, es que realmente podremos ayudarlos a crecer como personas libres y responsables.
La labor educativa no es cualquier cosa, es una labor de gran responsabilidad tanto para padres como para educadores, en ella esta puesta la posibilidad del joven de poder ser feliz, aquí y ahora y en la eternidad. Así que reflexionemos seriamente los que estamos haciendo al respecto.
Por Blanca Mijares
¿Qué son los pecados sociales?
Es social todo pecado cometido contra los derechos de la persona humana, comenzando por el derecho a la vida, o contra la integridad física de alguno (…) La Iglesia… sabe y proclama que estos casos de pecado social son el fruto, la acumulación y la concentración de muchos pecados personales.
El Papa Juan pablo II, hizo la siguiente definición de Pecado social en la exhortación apostólica Reconciliación y penitencia de 1984: Es social todo pecado cometido contra los derechos de la persona humana, comenzando por el derecho a la vida, o contra la integridad física de alguno (…) La Iglesia… sabe y proclama que estos casos de pecado social son el fruto, la acumulación y la concentración de muchos pecados personales.
¿Peca toda la sociedad, o pecan sólo los individuos? Este problema se resuelve si pensamos en los pecados sociales como la acumulación de muchos pecados individuales que generan problemas que trascienden lo individual.
Se trata de pecados muy personales de quien engendra, favorece o explota la iniquidad; de quien, pudiendo hacer algo por evitar, eliminar, o, al menos, limitar determinados males sociales, omite el hacerlo por pereza, miedo y encubrimiento, por complicidad solapada o por indiferencia; … y también de quien pretende eludir la fatiga y el sacrificio, alegando supuestas razones de orden superior. Por lo tanto, las verdaderas responsabilidades son de las personas.» Sin embargo, éstas se ven reflejadas en el ámbito social.
El máximo jerarca de la iglesia del último milenio planteó en su enseñanza respecto del «pecado social» y que sólo lo aplicó a estructuras políticas, económicas o sociales de nuestra convulsionada y materializada sociedad.
De estos tipos de pecados no se salva nadie, pues ya sea por acción o por omisión hemos sido participes de los mismos, lo cual quiere decir que ninguno de manera atrevida se atreve a lanzar la primera piedra.
En la Encíclica Reconciliación y Penitencia nos sigue diciendo, que algunos pecados, en particular, constituyen por su objeto mismo, una agresión directa al prójimo. Estos pecados se califican como pecados sociales. «Así se considera como social todo pecado cometido contra la justicia en las relaciones entre persona y persona, entre la persona y la comunidad, y entre la comunidad y la persona.
Dignidad humana y dignidad social
- Es social todo pecado contra los derechos de la persona humana, comenzando por el derecho a la vida, incluido el del no-nacido, o contra la integridad física de alguien; todo pecado contra la libertad de los demás, especialmente contra la libertad de creer en Dios y adorarlo; todo pecado contra la dignidad y el honor del prójimo.
- Es social todo pecado contra el bien común y contra sus exigencias, en toda la amplia esfera de los derechos y deberes de los ciudadanos. En fin, es social el pecado que se refiere a las relaciones entre las distintas comunidades humanas.
Para Mahatma Gandhi, Líder pacifista de la india, considera que los pecados sociales son: Política sin principios, Economía sin moral, Bienestar sin trabajo, Educación sin carácter, Ciencia sin humanidad, Goce sin conciencia, Culto sin sacrificio. Juan Pablo II se inspiró en estas ideas de Gandhi para proponer una lista de los pecados sociales contemporáneos. La lista del Papa se enfoca más hacia los temas de alto impacto en la moral y que degeneran el tejido social como el aborto, la drogadicción y la riqueza injustamente distribuida.
Gandhi no podría haber sido más diciente al señalar estos pecados sociales, los cuales carcomen las relaciones internacionales, donde las superpotencias someten a todo el mundo circundante, y los países pobres hacen lo mismo con sus conciudadanos haciendo de este mundo un leprosorio social, donde el hombre, como solía decir Rousseau, se ha convertido en el lobo del hombre, y vivimos un despiadado Darwinismo social, donde desafortunadamente subsisten los más fuerte, sin importarle en modo alguno la suerte de su semejante, siendo esto la deshumanización del mismo hombre por el hombre…y las consecuencias apenas se vislumbran en el horizonte y pone en peligro la subsistencia del planeta y sus habitantes.
Lista de los pecados sociales
Los nuevos “pecados sociales” del siglo XXI propuestos por la Iglesia fueron:
1-Las violaciones bioéticas (como la anticoncepción). Estas acciones se entienden como violaciones porque atentan contra la dignidad humana en cualquiera de los estados de vida de ésta. Los temas de moral sexual siempre han tenido una intervención importante en el pensamiento cristiano porque la sexualidad es un acto que no se acaba en el individuo que la lleva a cabo, pues implica una relación con otro (a) y está abierta a una nueva vida humana.
2-Las técnicas experimentales moralmente dudosas (como investigar con células madres). Desde el momento en que una actividad genera duda sobre su valoración moral se puede criticar, siempre racionalmente, su impacto en la dignidad humana. Si la acción genera dudas morales en el científico, éste tendría el derecho a dejar de ejecutar tal acción. De nuevo el principal factor que genera un juicio moral sobre la acción de experimentación es su impacto en la dignidad de la vida humana, ya sea en embriones, niños, ancianos, etc.
3-La drogadicción. El consumo de drogas es una actividad que destruye vidas, familias y sociedades completas. La alta demanda de drogas aviva la competencia entre los diferentes cárteles y bandas de criminales con la consiguiente violencia e inseguridad. También digamos que los criminales no detendrán la recepción de dinero ilícito ni cederán en su control de territorios y poblaciones ante una propuesta de legalización del consumo. Junto a la opulencia extrema de los narcotraficantes va un imperio de terror y violencia que comienza y es alimentado por la pobreza de las personas que quieren escapar con las drogas de su triste realidad.
4-La contaminación del medio ambiente. La múltiples actividades egoístas que surgen con los individuos pueden derivar en un caos ambiental. Por ejemplo, los múltiples usos individuales del automóvil o de la electricidad terminan destruyendo el medio en que vive la sociedad. La contaminación puede considerarse como pecado si se toma en cuenta que con ella se degrada la creación de Dios, ya sea en el aire, el agua, los animales, las plantas etc. No es que las otras creaturas tengan una dignidad semejante a la humana, sino que su dignidad propia como creaturas se ve degradada por la acción humana. Por otra parte, y más grave ésta que la anterior, la contaminación es pecado porque agrava la distancia entre los hombres y hace que todos tengan que vivir en condiciones que no propician la concordia de la sociedad.
5-Contribuir a ampliar la brecha entre los ricos y los pobres. La injusta distribución de la riqueza puede considerarse un pecado social porque aparenta mostrar que unos hombres tienen más dignidad que otros. Mientras unos viven en los pobres extremos de las ciudades y otros en ricas casas se podría pensar que el que más tiene o el que mejor vive tiene más dignidad que otro. Esto no significa que el trabajo de los que posean más sea demeritable, ni que los que tienen menos mantengan esa condición sólo por su voluntad. Más bien se trata de que el pobre pueda dejar de serlo gracias a su trabajo, y que con él pueda contribuir al bienestar común de la sociedad.
6-La riqueza excesiva. Esta actividad se puede considerar pecado social si el que tiene exceso de bienes no contribuye con ellos a la superación económica de los necesitados. La adquisición de la riqueza, en sí, no es un pecado. Lo es cuando se hace a costa de la injusticia con los trabajadores y cuando no sirve para generar la prosperidad de los otros. La riqueza que se cierra sobre sí misma y no es un vehículo para generar bienestar social se convierte en avaricia.
7-Generar pobreza. La pobreza generada por no pagar justamente los salarios de los trabajadores puede considerarse un pecado social. Aquí están relacionadas la codicia y la avaricia, que en grandes escenarios devienen en crisis económica mundial
Por Gabriel Gonzáles Nares
«Desde que aborté, no sé qué me pasa»
“Entre los pobres jamás existe una mujer que mate un niño. En todo caso lo tendrá abandonado en la calle, pero no lo matará” (Santa Teresa de Calcuta)
Pensativa se miraba a sí misma en el espejo. Entonces la psicoterapeuta le preguntó: ¿cómo pasó esto?
-Fueron diez años. Él me ama. Pero tengo que cuidar de mí ahora. Mi papá me decía: nunca deberíamos arrepentirnos de las cosas que hacemos o de las cosas que no hacemos. Pero tuve un aborto y no sé lo que es eso, es algo que hice o algo que no hice.
Las palabras anteriores corresponden a una escena que se encuentra dentro de la película “Las cosas que pasan”.
Escribo sobre el aborto no desde el punto de vista periodístico sino como una persona que sabe –ahora- lo que es y que ha visto llorar angustiadas y con un enorme sentimiento de culpa a muchas mujeres como consecuencia de haber abortado. El caso Roe v. Wade que aprobó el aborto en Estados Unidos está a punto de ser revocado de nuevo por la Corte Suprema de este país. Esto ha provocado una reacción violenta entre los activistas que opinan que una mujer puede elegir si trae o no un hijo al mundo.
Mirarse en el espejo y comprender que hay una herida
Esto es lo que le pasa después de un tiempo a la mujer que ha abortado y en su momento no es consciente de lo que esta acción (decidir dar o quitar la vida) impactará en su relación y en ella misma. Mucho menos es consciente de los efectos psicológicos y del alma que esto trae consigo.
«…las heridas que el aborto deja no sólo en la mujer sino también en el hombre.»
Hace algunos meses en España, estuve aprendiendo junto a un sacerdote jesuita, cosas importantes en torno a las heridas, la psiquis y el alma. Él decía en una de sus ponencias tres cosas que me parecen perfectas para ahondar un poco más en las heridas que el aborto deja no sólo en la mujer sino también en el hombre.
«Hay cosas que pasan, otras que nos pasan y otras que nos traspasan» (Javier Melloni)
El padre decía: «Hay cosas que pasan, otras que nos pasan y otras que nos traspasan«. Abortar es algo que nos traspasa, pues deja huellas imborrables en la psiquis, la consciencia, el alma que nunca se podrán borrar. Por eso, la herida del aborto sólo la gracia de Dios la puede curar para que permita vivir con paz. Sin embargo, creo que esta herida terminará de cicatrizar hasta ese momento en que se pueda estar cara a cara con ese hijo que se abortó.
Pero, ¿qué consecuencias trae a la pareja la decisión de abortar?
- La herida es mortal. Esta es una herida que no sana, no cicatriza. Decidir abortar, como lo he escrito en alguna otra publicación, es abortar-me, es abortar-nos. La relación tiene sus días contados. Si la pareja que aborta se ama con intensidad y hasta entonces había tenido una relación idílica, muy pronto aparecerá violencia, desconfianza, celos, peleas por nada.
- Mata la relación. Abortar va mucho más allá que terminar con la vida de un hijo. La vida de la mujer y el hombre que aborta queda irremediablemente contaminada por el pecado. Por esto la relación termina.
- Es el inicio de un viaje por caminos tales como la depresión, la ansiedad, los ataques de pánico, la agresividad y tantos otros trastornos de personalidad que se dan como resultado de una culpa no reconocida. Todo esto se da sobre todo en la mujer, pues ella es la portadora de la vida, a la que se le ha confiado esa vida.
«Pero tuve un aborto y no sé lo que es»
¿Tienes 14 , 17, 19, 25, 35 años y has abortado? ¿Te llevó tu amiga, tu propia madre, tu novio o tú misma tomaste la decisión de abortar? ¿Sabes que hiciste algo pero no sabes lo que has hecho?
Te comprendo. La ignorancia en torno a la belleza de ser persona, de ser mujer y de ser elegida para portar la vida ha sido tu mayor enemigo. Pero te han empezado a pasar cosas: no quieres levantarte de la cama; peleas constantemente con tu novio; la relación con tu madre se volvió violenta; aquella amiga que te llevo a abortar te traicionó. Además estás deprimida, tienes adicción a la comida, te masturbas, tienes ataques de pánico… Lo que pasa es que estás medio muerta y no lo sabes.
Esto es lo que tienes que hacer
- Mírate en el espejo, reconoce que todo lo que te pasa es consecuencia de haber cegado una vida.
- Si eres una persona que cree en Dios y sientes la necesidad de hablar con Él, busca a un sacerdote, a un pastor, a un rabí, según sea tu camino espiritual: Dios te espera para perdonarte y sanarte.
- Busca apoyo psicológico para ayudarte a ti misma o a ti mismo a gestionar el sentimiento de culpa y perdonarte.
Corría el año 1994 cuando la hoy santa Teresa de Calcuta pronunció estas palabras en el Desayuno Nacional de Oración en los Estados Unidos: “La amenaza más grande que sufre la paz hoy en día es el aborto, porque el aborto es hacer la guerra al niño, al niño inocente que muere a manos de su propia madre. Si aceptamos que una madre pueda matar a su propio hijo, ¿cómo podremos decir a otros que no se maten? ¿Cómo persuadir a una mujer de que no se practique un aborto?”.
¿Eres una mujer, un hombre que ha perdido la paz? ¿Quieres saber qué significa lo que has hecho y te has hecho?
Busca ayuda.
Sheila Morataya Austin
El 24 de julio celebramos el Día de Santiago, Patrón de España. Civilmente, se festejó por todo lo alto en Galicia, en cuya catedral se veneran sus despojos mortales. El nombre de Compostela viene de la luz que iluminó los restos del Apóstol ( año 813), en un campo gallego. Con el tiempo, dio lugar al famoso “Camino de Santiago”, que ha hecho de Santiago un centro de peregrinaciones a nivel mundial. En 1122, el papa Calixto II estableció que el “Año Santo Compostelano” o Xacobeo se celebrase cuando el 25 de julio cayese en domingo. A causa de las restricciones el año pasado por la pandemia el Papa Francisco dispuso también como Año Santo el 2022.
El Apóstol Santiago fue declarado Patrón de España en el siglo XVII; pero desde el siglo IX ya era considerado su Patrón. La presencia de la Casa Real en esta festividad data de los tiempos de Felipe IV ( año 1643). No se entiende muy bien que esta fiesta se celebre civilmente sólo en cuatro Comunidades Autónomas: siendo Santiago el Patrón de España, ¿no debería ser, su fiesta, una de las más importantes en todo el territorio español?
Santiago el Mayor fue uno de los doce Apóstoles del Señor, su pariente y amigo íntimo, que estuvo presente en la Transfiguración y en la Oración del Huerto junto con su hermano Juan y San Pedro. Vino a España a predicar, y, estando en Zaragoza, se le apareció la Virgen en carne mortal sobre una columna de mármol a orillas del Ebro. Lo animó y predijo que «permanecerá este sitio hasta el fin de los tiempos para que la virtud de Dios obre portentos y maravillas por mi intercesión con aquellos que en sus necesidades imploren mi patrocinio». Evoco el conocido “milagro del Cojo de Calanda” y el de las bombas que lanzaron en plena Guerra Civil sobre El Pilar y no explotaron por milagro de la Virgen.
Interesantes estas palabras de Felipe VI el lunes 25 en la Ofrenda al Apóstol: “Cuando el horror de la guerra reaparece en el Viejo Continente, debemos reivindicar unidos los valores cívicos, culturales y espirituales del Camino de Santiago”. Muy oportunas – también- las del Arzobispo, don Julíán Barrio, en su Homilía: «El respeto por la dignidad de la persona desde su concepción hasta la muerte natural ha de ser la norma inspiradora del auténtico progreso social, económico, cultural y científico … Los cristianos hemos de afrontar los retos de la historia… viviendo la fe sin complejos ni disfraces…, superando tanta indiferencia».
Josefa Romo
“El fuego se apaga en invierno”
Han pasado muchos años desde su muerte pero aun me recuerdo con mucha frecuencia de la persona y de las experiencias y sabiduría en temas agrícolas de mi abuelo Deogracias. Agricultor, ganadero y pequeño propietario de bosques en la Ribera del Duero. Entre sus muchas enseñanzas estos días estoy recordando una con frecuencia “el fuego se apaga en invierno”. La repetía, no ya en casos de incendios forestales sino para evitar posibles problemas durante el verano en la paja, las múltiples riberas y especialmente en los pequeños boques poblados principalmente de pinos resineros. Muchas tardes de invierno las pasaban limpiando el bosque y facilitando a los pastores la entrada de las ovejas a pastar.
Es un hecho que en los lugares en los que el pastoreo trasiega las cabañas de ovejas y cabras, una costumbre tan tradicional como extendida en nuestro ámbito rural, se produce una limpieza de la biomasa vegetal que, de no hacerse, con la llegada de la estación seca se convierte en una capa de combustible lista para arder y terminar devorando miles de hectáreas de montes y bosques, este verano lo he podido comprobar en grandes zonas de monte bajo de las Comunidades del Centro-Norte de la Península
Cabe tener en cuenta que las cabras adultas se alimentan con 1,5 a 2,5 kg diarios de hierba seca (entre 350 y 1500 g de hojas y brotes de matorrales), mientas que las ovejas adultas en pastoreo pueden consumir de 2 a 3 kg de materia seca diaria (matorral y especies leñosas).
La presencia del ganado en el monte tiene muchos beneficios ambientales, ya que favorece la biodiversidad, contribuye a la dispersión de semillas, mejora la estructura del suelo y reduce la erosión y la desertización.
El pastoreo de ovejas y cabras no es que sea la mejor forma de prevenir incendios, es que es la más sostenible. Pienso que es vital que durante todo el año se adopten medidas preventivas implicando a todos los segmentos de la sociedad. No olvidemos nunca que “el fuego se apaga en invierno”.
Jesús Domingo
Resulta ya cansado decir siempre lo mismo (pero hay que repetirlo):
La vida empieza en el momento de la fecundación del óvulo por el espermatozoide, momento en que se instaura una “revolución biológica”, un salto cualitativo. Y esa “maquinaria biológica”, en muchos casos, está en funcionamiento durante una porción de años.
Se trata de una vida humana y por lo tanto, respetable absolutamente. Por tanto, el aborto significa muerte, pues se elimina la vida de un ser humano.
Decía San Juan Pablo II en su visita a España en los años ochenta del pasado siglo: “Nunca se puede legitimar la muerte de un inocente”. Han pasado los años, y las palabras que el Santo Padre pronunció en Madrid siguen siendo de actualidad.
Pero la defensa de la vida no es un asunto exclusivo de católicos, pues protestantes, ortodoxos, judíos, musulmanes, agnósticos, los de la Pachamama, sean blancos, negros, amarillos, cobrizos, todos consideran que en el vientre de una mujer embarazada hay un ser vivo humano (o, algunos dicen, un proyecto humano). No se trata de un tema religioso, filosófico, cultural, político o ideológico. El propio embrión, el feto, no hacen disquisiciones. Vive, y es suficiente. No hay que darle vueltas. La vida no profesa ninguna ideología. No es lógico un “derecho al aborto”
Se suele usar la palabra “discernimiento” para pensar, sopesar, elucubrar, elegir una respuesta o solución a un tema que real o aparentemente es opinable, debatible. A veces, se maneja la palabra para justificar el aborto o cualquier otra actividad irregular, deshonesta, anómala; en el fondo, es un término que en estas circunstancias parece equivalente a “manga ancha”, “ancha es Castilla”.
Es la relativización del asunto, lo cual está en la base de la justificación del aborto: medias verdades, pseudociencia, la supuesta verdad inalcanzable, ramplonería intelectual, comodidad, pereza, hedonismo, intenciones libidinosas, avaricia, vanidad y un largo etcétera explican su justificación. Probablemente algunos no lo verán así, pero la realidad es “tozuda”.
A veces, el partidario del aborto dice que “la Ciencia ha demostrado que el óvulo fecundado no es un ser humano”. Pero esta afirmación no es verdad: claramente, fehacientemente, la Ciencia ha comprobado que las características biológicas del nuevo ser son de modalidad humana (en sus cromosomas, en su físico-química, en su genética, incluso en su aspecto morfológico, etc.). Se puede concluir que si es un ser y es humano, por tanto es un ser humano desde el principio y para siempre.
Es un ser dependiente (todos somos dependientes), pero distinto que la madre (y el padre), individual, diferente, sexuado, personal, hombre o mujer, con su derecho a vivir.
José Luis Velayos
La política española cada vez alimenta más una democracia sentimental. Los sentimientos son importantes porque ayudan a comprender qué está sucediendo. El problema aparece cuando los sentimientos se absolutizan, cuando la emoción sustituye a la razón. El populismo es la expresión máxima del sentimentalismo político, un sentimentalismo irracional. Esta sentimentalización de la democracia tiene que ver con los nuevos instrumentos de comunicación política que se utilizan como vehículos de emociones y no como herramientas informativas.
La palabra más usada en política es empatía. La empatía es una facultad de la inteligencia emocional que permite comprender las emociones de los demás. Y eso está muy bien. Antes se llamaba compadecer, compadecer al prójimo o alegrarse con el prójimo. Pero si se trata de comprender las emociones del otro, no se pueden usar solo las emociones. Empatía es inteligencia emocional. Si solo se usan las emociones y no se utiliza la inteligencia, no se puede comprender al otro.
Jesús Domingo Martínez
Francia, hace unos días, ha celebrado el 80 aniversario de la redada perpetrada en el Velódromo de Invierno de París contra la comunidad judía. Entre el 16 y el 17 de julio de 1942, funcionarios franceses detuvieron a más de 13.000 ciudadanos judíos, entre los que había más de 4.000 niños. Francia, que reconoció por primera vez la responsabilidad en este suceso en 1995, ha erigido un Memorial de la Shoah en el lugar desde el que partieron numerosos convoyes con destino a Auschwitz.
El Presidente de la República tiene el propósito de que este lugar se convierta en un símbolo frente al antisemitismo rampante, el racismo y las tesis conspirativas que arraigan en las fuerzas extremas del panorama político francés. El revisionismo de la extrema derecha y la banalización de la extrema izquierda han trufado las dos últimas campañas electorales de alusiones desafortunadas sobre el antisemitismo. Dentro de las propias filas del Grupo de la “Francia insumisa” se han producido desencuentros graves. El candidato Zemmour ha llegado a presentar a Petain como un gran defensor de los judíos de Francia.
Pedro García
Cataluña-Vascongadas: “Todo se compra con dinero”
Lo dejó para la Historia uno de los grandes, “compradores o sobornadores”, del pasado siglo; se llamó Aristóteles-Sócrates Onassis y fue en su tiempo, “el más rico del mundo”; imaginemos cómo llegó a serlo; sus palabras fueron las siguientes: “En este mundo todo se compra con dinero… y lo que no se compra con dinero se compra con más dinero”. Por tanto sepan que lo que ahora “están haciendo con nosotros”, todo es POR DINERO; la guerra de Ucrania, y todo lo que ha provocado el canalla de Vladímir Putin y “la nube de seguidores”, que le han criticado, pero que han aprovechado la ocasión para hacer “lo mismo”, es por dinero, dinero y poder, que es lo que sigue dominando a este pobre mundo; no sé si al final se repetirá el caso de aquel súper ambicioso, que se llamó Craso, y que, “lo ajusticiaron echándole oro derretido por su avarienta garganta, por lo que murió harto de oro”. Pero tampoco sirvió para nada.
Aquí en España, “la compra-venta-sobornos; es fruta de todos los tiempos y siempre hay cosecha abundantísima; y más notable y notorio, en lo que se dice gobierno, gobiernos, gobernantes y otras yerbas”; por tanto no crean en absoluto lo de “independencias y salir de la madre vaca España, de los que se dicen separatistas; lo que siempre han querido y quieren, es DINERO y cuanto más mejor; y de paso, todo lo que les favorezca a sus intereses, renegando de España, pero ordeñándola al máximo; cosa que no es de ahora, puesto que viene de viejo; y les va tan bien, que se mantienen en sus trece, mientras el resto de esa España, y sobre todo las zonas más abandonadas o depauperadas, siguen sufriendo las consecuencias, de los gobiernos que ni supieron gobernar antes, ni hoy tampoco, puesto que lo más acentuado que en mi vida yo he visto, ahora; es que los de los gobiernos (todos y sálvese el que pueda) del primero al último “mono”, lo único que les preocupa es EL DINERO; y de asegurarse el mejor porvenir que puedan asegurarse, cueste lo que cueste y caiga quién caiga… ¿Al resto? ¡Pues que le den por la retafumba! Y es claro que así nos va y así está, “esto que se sigue diciendo que es españa”; dicho adrede y con minúsculas.
Vean y lean la última noticia, de compra-venta-soborno¸ que publica Vozpópuli el 27-07-2022; e imaginen el resto, pues estos dineros, se los sirven en bandeja y se los llevan al domicilio del “pretendiente-vendedor-comprador; o como mejor se pueda denominar a esta gentuza, que si pudieran, “nos tapaban hasta el Sol”.
“El Gobierno da un cheque de 500 millones a Cataluña para que ERC apoye los Presupuestos: PUBLICADO 27/07/2022: “Vozpópuli”: La búsqueda del apoyo de ERC a los Presupuestos ha logrado ampliar el objetivo del déficit de las comunidades autónomas para 2023, año electoral para la mayoría de ellas. Así lo admiten fuentes de Hacienda y así lo han blandido los de Esquerra, que se precian de haber arrancado 500 millones de euros para Cataluña. La mesa de diálogo entre el Gobierno y la Generalitat, que se reanuda tras diez meses, después de que Pedro Sánchez y Pere Aragonès, se reunieran el pasado 15 de julio. Entre la mejora del objetivo del déficit y la activación completa de la mesa de diálogo en la que se buscan acuerdos concretos, el Gobierno espera tener el aval de ERC para las Cuentas y enterrar las desavenencias que se venían larvando, desde el voto en contra de los de Esquerra a la reforma laboral. Y que alcanzaron su punto álgido con el escándalo de las escuchas de Pegasus. Una falta de armonía que fue palpable en el Debate sobre el Estado de la Nación”.
Recordemos “la monstruosa deuda pública” que tiene Cataluña, de la que los mercados internacionales no aceptan nuevos créditos, que amparamos los españoles bajo este gobierno, “que se vende por un plato de lentejas”; aparte que esas cantidades enormes de dinero, lo que sirven es también para mantener, vete a saber “qué tipo de ejército”, de rebeldes, incluso condenados; incluido ese fantoche que vive en el extranjero con muchos otros (“Puigdemot y compañía”); y mientras para sostener todo este tipo de dislates, al resto de españoles, nos tienen, “asados a impuestos, que solo sirven para que cada vez estemos peor”.
Y como final, “la guinda amarga e incomprensible”, del fallo de “la justicia”, en el caso de los enormes robos de los denominados ERES en Andalucía, donde incluso han condenado a dos ex presidentes autonómicos, pero que se supone que ese proceso, sigue, nadie entra en la cárcel, menos devuelve lo que en su día se llevara o “derivara a vete tú a saber a que destinos”; y, esto sigue cada vez más podrido, pero aguanta en su hediondez, “como si tal cosa”. Y pronto nos van a llamar a votar, “por enésima vez”; lo que ya surge la terrible pregunta… ¡¿Para qué?!
Antonio García Fuentes
(Escritor y filósofo)
www.jaen-ciudad.es (Aquí mucho más)
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